Luciana / Me besó con aquella pasión que lo caracteriza.
Tras tres horas de carretera, Cuatrociénegas se alza ante nosotras como un espejismo polvoriento. Nos instalamos en el Hotel Plaza, frente a la plazoleta del pueblo, un edificio modesto pero limpio, con un letrero neón que parpadea como un latido cansado. Después de una cena rápida, Constanza y Karla caen rendidas, sus respiraciones suaves llenando la habitación. Yo, como siempre, estoy atrapada en la vigilia, dando vueltas en la cama, golpeando la almohada en un intento inútil de apagar mi mente. Los recuerdos del día anterior —el hotel mugriento, la anciana y su profecía— se cuelan como sombras, alejándome del sueño. El reloj marca la una de la madrugada cuando mis ojos, cansados de buscar la nada, captan un destello plateado. La luna, brillante y descarada, atraviesa las cortinas, bañando la habitación en un resplandor frío.
Entonces, algo se mueve. Una sombra se desliza lentamente, interrumpiendo la luz lunar. Parpadeo, enfocando la vista. Es una figura femenina, con pechos promin