Se lanzó hacia el cargador que Alma dejo caer en el suelo, el corazón estaba golpeándole paredes que no quería que se rompieran.
Llegar, agarrar, cargar y apretar. Sus dedos tocaron el metal, pero Gustavo ya estaba sobre ella, como un techo que cae.
—Dame eso —le gruñó, arrancándole la pistola de su mano con violencia de padre borracho—. No hagas que te lastime.
—Ya me lastimaste —siseó Isabela, y el insulto le salió con saliva y orgullo.
La cacheteó.
El sonido rebotó en las paredes como un disparo pobre.
Isabela cayó de rodillas, en su otra mano el pendrive era apretado con fuerza bajo la chaqueta como si fuera un corazón adicional.
Gustavo se giró.
Alma estaba sentada en el piso, con la espalda a la viga, respirando como si escalara una pared que no se ve.
—No lo hagas —pidió, con la voz hecha pedazos, con una mano en la barriga que ahora se endurecía y se ablandaba como si ensayara—. Estoy embarazada. No… no hagas lo que estás pensando.
—Precisamente por eso —respondió Gustavo, col