El aviso llegó como un latigazo por la radio de la patrulla.
Afuera de la clínica, el neón vibraba con una luz cansada.
Un paramédico, lengua torpe por el miedo y la cafeína, había dicho la palabra que nadie quería oír, “disparo”.
Eso bastó para que el protocolo llamara a los lobos.
Valentín lo vio desde la camioneta, con el asiento aún caliente por la espera, la patrulla dobló la esquina con las luces apagadas, la carrocería iba tragándose la calle como un animal en hunting. Bajó la mirada a su pistola.
—Se vienen —murmuró, y el volante tembló un milímetro bajo su mano. —Cipriano —dijo sin saludar, clavando la voz como un clavo—. Vamos a entrar, no podemos dejar que sepan que Alma está en la ciudad. —Antes de oír la respuesta ya estaba abriendo la puerta, porque no necesitaba ser espectador, necesitaba ser jugador.
Empujó la puerta del auto con el hombro, sintiendo el aire tibio de la madrugada pegarle en la cara.
Entró por urgencias como quien entra a su propia casa, sin pedir permi