La noche era espesa como alquitrán, y la lluvia que caía en ráfagas constantes repiqueteaba contra el parabrisas como uñas rascando una lápida.
El hedor a traición impregnaba el aire, pero dentro del Toyota negro el ambiente no era menos asfixiante, el vaho empañaba los vidrios, el leve olor a cuero húmedo y tabaco sin encender flotaba suspendido, y cada respiración parecía pesar más que la anterior.
Enzo conducía con una calma tensa, sus nudillos blancos sobre el volante, mientras Luca, en el asiento trasero, mantenía la mirada fija como un cuchillo clavado en Caruso, que temblaba como un perro mojado.
Nadie hablaba.
El sonido grave del motor y el chirrido ocasional de los limpiaparabrisas eran lo único que rompía el silencio en ese viaje hacia el infierno.
—Están cometiendo un error —susurró Caruso, con la voz quebrada—. Yo no fui el que puso la bomba, solo fui un intermediario…
Enzo no respondió. Apenas giró el rostro y apretó la mandíbula.
—No los llevare con Braulio, Igual me van