La luz tenue de una lámpara halógena iluminaba el rostro de Alma Rossi.
Tenía la piel pálida, cubierta por gotas secas de sudor, y el cabello pegado a la frente por la humedad de la fiebre.
Cada respiración era lenta, medida, como si intentara controlar el dolor con disciplina.
Sentía un ardor sordo en el costado y una pesadez en las piernas, pero no se quejaba.
Estaba herida, sí, pero no rota.
Había aprendido que, en su mundo, mostrar debilidad era una invitación a la muerte.
Recostada en un diván de cuero en una de sus propiedades seguras, una casa a las afueras de la ciudad en Pembroke Pines, blindada, aislada, protegida por muros, alarmas y lealtades compradas.
Una enfermera privada le cosía un corte superficial en el hombro que se le había abierto nuevamente, mientras ella observaba el techo en silencio, no podía olvidar ese momento, con sus zumbando por la explosión y los vidrios volando a gran velocidad como balas sin destino.
Tenía cortes en los brazos por los vidrios, moreton