Alma se recostó en el sillón de su oficina, el cuerpo pesado, los hombros caídos.
Aún tenía el celular en la mano.
Por costumbre, abrió una red social anónima que usaba para monitorear el pulso de la ciudad, de sus enemigos, de sus aliados... de sus consecuencias.
Entonces, entre los cientos de publicaciones que se agolpaban como murmullos digitales, lo vio, imágenes del funeral de Braulio.
La primera mostraba el ataúd.
La segunda, a su viuda enlutada, con el rostro devastado.
Y luego... tres niños.
Tres varones de no más de doce años, abrazados, llorando desconsolados mientras sostenían un retrato de su padre.
La imagen no tenía filtros.
No tenía edición.
Era dolor en su estado más puro.
Alma tragó saliva, el estómago se le encogió.
Cerró los ojos, pero la imagen seguía ahí, como tatuada detrás de los párpados.
—Perdóname... —susurró en voz apenas audible, como si hablara al vacío, a los fantasmas, a la vida misma—. Perdóname por lo que les hice. Yo… solo estaba haciendo lo que creí