El sol andino se filtraba como pan recién horneado entre las nubes cuando Alma y Margot llegaron a la estación del teleférico.
El aire era limpio y frío, una caricia con filo que despertaba la piel.
En la plaza, vendedores de guantes de lana, tazas de barro y chocolate espeso ofrecían calor en vasitos de papel; el murmullo de la gente subía y bajaba como una marea pequeña.
Alma, envuelta en un abrigo color crema, sintió esa clase de curiosidad que no necesita permiso. Se tocó el vientre con la palma abierta el gesto ya era hábito, ancla y brújula y respiró hondo el olor a pino, a humo dulce, a maíz tostado.
—¿Lista para ver el mundo desde arriba? —preguntó Margot, ajustándose la bufanda, cómplice y guardaespaldas, como una hermana mayor y brújula práctica.
—Lista para creer que todo esto es de verdad —respondió Alma, y la sonrisa le salió sin cálculo, de las que no usaba en Miami.
La cabina de vidrio los recibió con un chasquido metálico.
Cuando se elevó, la ciudad se volvió maqueta,