La camioneta avanzó por la carretera serpenteante hasta que la ciudad colonial de Mérida empezó a quedar atrás. Alma apenas alcanzó a ver sus casas bajas de techos rojos, los balcones de hierro forjado, las iglesias con campanarios antiguos y una plaza que parecía detenida en otro siglo.
Todo fue un destello, porque en cuestión de minutos Rafael, el chofer, tomó la vía hacia El Valle, y la urbanidad quedó atrás como un recuerdo.
El camino se fue transformando en un túnel verde. Altos pinos y eucaliptos se alineaban a ambos lados de la vía, lanzando su aroma fresco al aire helado que entraba por las ventanillas.
El cielo se escondía entre ramas tupidas y pájaros que cantaban con una musicalidad distinta, como si el bosque guardara un idioma propio.
Alma apoyó la frente contra el vidrio, cada curva, cada sombra, cada corriente de aire húmedo la convencía de que estaba entrando en un mundo que nada tenía que ver con Miami.
—Es increíble —susurró, casi para sí misma—. No hay rascacielos,