Margot la encontró en la penumbra del salón, sentada en el borde del sofá con las manos abiertas sobre las rodillas. Llevaba el rostro de quien ha entendido algo y no sabe si decirlo.
—Quieren acorralarme con tus enemigos de siempre y con los enemigos nuevos —dijo Alma, sin drama—. Quieren que el Estado sea el socio de los que me odian, que la prensa sea el altavoz, que la calle sea el coro. No quieren solo mi caída. Me quieren como ejemplo para los demás criminales.
—¿Y tú qué quieres? —preguntó Margot, arrimando una manta que no imponía, ofrecía.
Alma miró la ventana. Su reflejo mostraba una mujer con el estómago tomando forma redonda, los ojos fieros y una línea en la boca que no existía hace un año.
—Quiero que mi hijo nazca en una casa donde no se susurre de todo esto—dijo—. Y quiero que cuando cuenten esta historia, no digan que me escondí. Que digan que no me pudieron tumbar.
—Eso podemos trabajarlo —replicó Margot, con un gesto breve—. Mañana nos adelantamos. Nosotras abrimos