—¿Sí? —dijo, con la voz más firme de lo que sentía.
—Madame Rossi —la voz de Dorian Valois, su contacto de Nassau, sonaba como un viejo amigo—. Esta llamada no existe. La DEA está en la isla. A mí no me han visto, pero tocaron puertas, me fui, me voy al sur por un tiempo. La ruta se muere por ahora, no hay quién la sostenga, lo siento.
Lo siento, pensó Alma, y una risa seca le subió a la boca sin llegar a salir.
Lo siento.
Lo siento.
Todos lo sentían.
Nadie cambiaba nada.
—Vete lejos —dijo—. Y no me llames. Si te necesito, yo te encuentro Dorian.
Colgó y dejó que el silencio le hiciera una presión precisa debajo de la clavícula. Ese negocio era sangre escondida que engrasaba sus obras sociales, sus donaciones, la manutención de familias que ahora exigían nómina. Sin Bahamas, la máquina aún andaba, pero con menos aceite; empezaría a rechinar en lugares visibles.
La siguiente llamada no preguntó si podía hablar. Hacienda otra vez, no por nómina sino por ética.
Alma lo contestó sin mover