Una semana después, la ciudad olía a lluvia que no terminaba de caer.
El cielo estaba encapotado, como si quisiera recordar a cada transeúnte que la tormenta estaba siempre cerca.
Alma sabía que no podía postergar más la cita médica. Salir era exponerse, pero no hacerlo era abandonar la responsabilidad que latía bajo su piel con fuerza propia. Eligió lo primero, con todas las precauciones.
Más de diez hombres la escoltaron en un vehículo blindado.
Desde el vidrio oscuro, la ciudad se veía diferente, las calles no eran calles, sino posibles emboscadas; los semáforos no eran luces, sino relojes que medían cuánto tardarían en detectarla.
Miami parecía hecha de sospechas.
En el consultorio, el olor a desinfectante la recibió como un recuerdo lejano de otros tiempos más simples. Se sentó en la silla frente al escritorio.
El médico, un hombre mayor de bata blanca, gafas en la punta de la nariz, levantó la vista del formulario.
—Bien, señora, ¿cómo se siente? —preguntó con tono cordial, mient