Desde la ventanilla oval, Alma Rossi repasó su territorio, las grúas del puerto parecían horcas medievales, los contenedores lucían grafitis como cicatrices y las chimeneas derramaban humo que teñía el horizonte de un naranja sucio. Apretó la mandíbula; aquel paisaje era su reino y su condena. En la cabina, el piloto anunció con voz neutra la aproximación; Alma apenas asintió, sin apartar la vista del tablero quebrado de luces al fondo, como si en él pudiera leer su destino.
La escalerilla crujió bajo sus tacones. Valentín Moretti descendió un paso atrás, mano firme en su cintura. Dos miembros de seguridad formaron un corredor de sombras; el viento atlántico le revolvió un mechón y el olor a queroseno le raspó la garganta. Ella deslizó los lentes oscuros como quien se pone una máscara de acero.
—De vuelta al infierno —murmuró, sintiendo un nudo que le tensó el estómago mientras el bebé crecía. Inspiró despacio, aspirando el aire espeso que olía a sal, queroseno y corrupción—. Pero est