Bajo sus pies, Manhattan chisporroteaba en un mosaico de neones, faros y pantallas, mientras arriba el viento cortaba las mejillas con olor a lluvia y a historia comprimida.
Alma Rossi lo observó en silencio absoluto. El bullicio de turistas, el zumbido de helicópteros, la música callejera que ascendía desde la Quinta Avenida… todo se evaporó hasta quedar ella y el latido tenso dentro de su pecho.
Repentinamente, una ola de náusea subió a su garganta; un vértigo breve oscureció el borde de la periferia.
Se llevó la mano al vientre y cerró los ojos.
Tras sus párpados, un caleidoscopio la arrastró.
El jardín de Coral Gables donde su padre le enseñó a disparar a las latas, entre rosales y olor a jazmín.
La noche en que aceptó el imperio Rossi, con la Beretta cromada reposando sobre la mesa de caoba y los consejeros tratando de ocultar el temblor en sus manos.
El choque absurdo al amanecer en la avenida del puerto, faros rotos, el motor humeando, él emergiendo del otro coche con la camisa