Dos semanas después, el calendario ya no parecía un orden sino una broma cruel.
Alma se veía el vientre en el espejo con una mezcla de vértigo y ternura, había dejado de ser un secreto.
La blusa ya no disimulaba; ese arco nuevo en su cuerpo la exponía como una bandera en medio de una plaza donde todo el mundo disparaba.
Dormía a ratos, comía a ratos, respiraba a ratos. Lo único constante era la ausencia de Valentín, que le vaciaba las habitaciones.
Esa mañana, el teléfono vibró con el nombre que, hasta entonces, había sido un ancla.
—Ulrich —Alma contestó sin saludar, sosteniéndose del mármol de la cocina—. Dime que ya está el oficio. Dime que…
—No está —dijo él, y su voz traía un cansancio nuevo, no de trabajo sino de derrota—. Y no va a estar. Me sacaron del caso, Alma. “Órdenes superiores”. Me notificaron por correo y por una visita. No puedo intervenir, te lo digo por respeto y porque sé que ahora mismo te conviene saber a quién ya no puedes llamar.
El silencio que siguió fue un h