—Quiero comprar unas joyas pequeñas para esa noche —dijo Alma un poco después, mirando el reloj—. Nada aparatoso, solo un par de pendientes que recuerden la forma del agua y quizá un alfiler que se entienda con el broche de Arturo.
—Voy contigo —respondió Valentín al instante.
—No —dijo ella con suavidad—. Ve a pasear al pequeño capitán, que hoy también es su día, y déjame jugar a ser invisible. Enzo me lleva, dos hombres detrás, dos adelante. Hoy seré otra mujer.
Valentín la miró en silencio, evaluó rutas, rostros, signos mínimos, y al final asintió con esa confianza que también es una forma de amor.
—Si algo huele raro, vuelves en dos minutos —advirtió—. Y si todo huele bien, vuelves igual de rápido.
Alma subió y, frente al espejo, empezó la transformación, peluca roja con una melena que caía justo por los hombros, lentes de montura fina, pecas suaves dibujadas con un toque experto, labios en un tono uva que no era el suyo y una chaqueta corta que desdibujaba su línea; cuando bajó,