Semanas después, casi tres desde la última llamada con Valentín los días en Mérida dejaron de ser refugio y se volvieron una madeja tirante de horas.
El reloj del comedor parecía caminar con piedras en los bolsillos; la tetera silbaba más grave; hasta el aire de la montaña, tan limpio, raspaba en la garganta como si viniera de un sitio donde las cosas importantes se deciden lejos de la luz.
Alma contaba el tiempo en pequeñas liturgias, doblar y desdoblar la misma camisa, repasar la firma Lucia Bellini, hasta que la mano le temblaba de memoria, comprobar por quinta vez el sobre con los documentos, el pasaporte falso, el dinero dividido en sobres delgados.
El llamado llegó una madrugada sin fecha, a las 9:17 a. m. El celular vibró con un número extraño y una vibración larga que parecía un corazón fuera de ritmo.
—¿Alma? —la voz de Enzo llegaba en seco, sin adornos—. Ya está hecho.
—… Valentín queda libre esta semana. No hagas movimientos hasta mi aviso. Si realmente piensas volver te ma