Mundo ficciónIniciar sesiónLa ambulancia llegó minutos después del llamado de uno de los transeúntes y, sin más, subieron al pequeño a la camilla, verificando sus signos vitales y haciéndole preguntas a Savannah que ella apenas podía responder con un hilo de voz.
Cuando ella dijo que su pequeño tenía diabetes tipo 1, la ambulancia arrancó sin pensarlo, puesto que la vida del niño estaba en juego y cada segundo que pasaba sin recibir atención médica inmediata, contaba. Savannah no podía dejar de llorar, de pedirle a su pequeño que abriera los ojos, le sonriera o le dijera alguna palabra, pero el niño ya había entrado a la inconsciencia y los camilleros no podían hacer más que vigilar sus signos vitales. El recorrido hasta el hospital central fue un borrón y a la vez se sintió como una eternidad, pero tan pronto como llegaron, bajaron al niño y un grupo de médicos de turno lo recibieron, mientras los camilleros explicaban lo que había pasado en términos médicos que ella no entendía, corriendo hacia la sala de urgencias. Savannah iba a su lado, tratando de tomar su manita, corriendo, con el rostro desencajado, las manos temblorosas y las lágrimas vivas en sus mejillas, pero cuando un par de enfermeras la detuvieron y ella veía como alejaban a su niño de su lado, la histeria y la desesperación la gobernaron. —¡Es mi hijo! —gritó, con la voz quebrada—. ¡Déjenme ir con él! ¡No pienso dejarlo solo! —Por favor, mantenga la cama. Su hijo recibirá atención médica y no puede entrar con él. —Pero... Pero es mi bebé... —Confíe en los médicos, ¿sí? No la podemos dejar pasar, tiene que esperar aquí. Savannah se llevó las manos al rostro y estalló en un llanto incontrolable, asintiendo repetidas veces y sintiendo que le hacía falta el aire. Su corazón estaba tan apretado y acelerado que pensó que iba a desmayarse allí mismo. Las puertas de la sala se cerraron y ella no pudo hacer más que quedarse ahí de pie, llorando, culpándose y preguntando por qué le pasaban esas cosas a ellos, por qué Dios los castigaba de esa manera tan cruel y despiadada. Minutos después, uno de los camilleros se acercó a ella y la guio hasta la recepción para brindar todos los datos del pequeño y así abrir el historial clínico. Savannah hizo todo eso en automático, sin saber muy bien qué decía, manteniendo una entereza a punto de desmoronarse porque su mente y todo su ser estaban con su pequeño. Brindó información a diestra y siniestra, y solo cuando le preguntaron a causa de qué el niño había ingresado a urgencias, se percató de que el conductor que atropelló a su niño había huido. Lloró aún más en silencio, haciendo las gestiones administrativas deseando estar en una horrible pesadilla y despertar cuanto antes. Pero la realidad era brutal, le rompía el corazón en dos y la dejaba sin poder respirar. Se sentó en la sala de espera, llorando desconsolada sin saber qué hacer o a quién acudir. Sus padres habían muerto y su única tía era una mujer de avanzada de edad que estaba recluida en un asilo. No tenía amigos, como mucho podía contar con sus compañeros de trabajo, pero ella sabía que ninguno iba a estar ahí con ella. Quizás sentirían pena, pero no iban a sostenerla en brazos cuando sentía que ya no podía permanecer más tiempo de pie. Horas después, desesperada y a punto de entrar en una crisis nerviosa, un médico salió y se acercó a ella. —¿Cómo está mi hijo? —le preguntó de inmediato, poniéndose de pie de un salto. —Señora, escúcheme —dijo con firmeza, mirándola directo a los ojos—. Su hijo ha sufrido un traumatismo craneoencefálico tras el atropello. Eso significa que existe riesgo de hemorragia interna, fractura o inflamación cerebral. Vamos a hacerle una tomografía de inmediato y lo vigilaremos minuto a minuto. Savannah asintió, pero sus labios temblaban. —¿Va a despertar? ¿Va a estar bien? El médico respiró hondo antes de continuar. —No puedo prometerle eso todavía. Está en un estado delicado, además, su hijo es diabético tipo 1, eso complica aún más la situación. En un niño sano, solo tendríamos que concentrarnos en el golpe en la cabeza; pero en su caso, el accidente ha provocado que sus niveles de glucosa suban peligrosamente. Tiene una hiperglucemia severa que podría desarrollar una cetoacidosis diabética. Savannah se llevó ambas manos a la boca, ahogando un sollozo. —¿Qué significa eso, doctor? —Significa que su cuerpo podría empezar a descompensarse, produciendo ácidos que dañan los órganos vitales —explicó con calma, aunque sus palabras eran duras—. El cerebro ya está en riesgo por el golpe, y si además la glucosa no se controla, la situación podría ser fatal. Las lágrimas corrieron por las mejillas de Savannah, mientras su voz apenas era un murmullo. —¿Qué van a hacer por él? El médico enumeró con firmeza, como quien marca un plan de batalla: —Ahora mismo lo estamos estabilizando. Tiene acceso venoso, estamos corrigiendo líquidos, controlando la glucosa de forma gradual y preparando la insulina. El equipo de neurocirugía ya está en camino para valorar la tomografía, y pediatría endocrina está lista para manejar la diabetes. Necesitamos monitoreo constante de su cerebro, su corazón y su respiración estarán vigilados en todo momento. Hizo una breve pausa, suavizando el tono. »Señora, su hijo está en código rojo. Eso significa que su vida corre peligro, pero estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos para salvarlo. Savannah lo miró con desesperación, buscando un hilo de esperanza en su mirada, pero allí no había nada más que la realidad cruel. —¿Tiene posibilidades? El médico sostuvo su mirada, sin esquivar la verdad. —Sí,, mientras respire y tengamos acceso a sus signos vitales, hay posibilidades. Pero es crítico y debemos actuar rápido. Lo más importante ahora es mantenerlo estable y que usted confíe en nosotros. Savannah apretó los puños, conteniendo el llanto. Se inclinó un poco, como si quisiera agarrar aire en medio del ahogo. —Entiendo, doctor. Solo… solo sálvelo, por favor. La vida de mi bebé está en sus manos. El médico asintió con seriedad. —Esa es nuestra misión, no lo dejaremos solo ni un instante. Y con un gesto a los enfermeros, volvió a entrar a la sala, mientras Savannah quedaba allí, aferrada al marco de la puerta, con el corazón hecho pedazos y la esperanza colgando de un hilo. Su mundo no era perfecto ni estaba lleno de rosas ni colores maravillosos, pero Mateo era la luz de su vida, su rayito de esperanza y felicidad, y justo ahora la vida estaba poniendo una prueba que no sabía si ella podría soportar si llegara a perderlo...






