Sus palabras, crudas y descaradas, resonaron en el silencio de la habitación, desnudándola más que como si estuviera quitándole la ropa. Intentó articular una protesta, un rechazo, pero su voz se negó a salir, atrapada por la mezcla embriagadora de miedo y una excitación que no entendía del todo de dónde provenía.
Massimo la pegó aún más a su cuerpo, la diferencia de altura hizo que Savannah se sintiera pequeña y vulnerable entre sus brazos. Podía sentir la dureza de su erección a través de la tela de sus pijamas, una confirmación innegable de su deseo.
La mano de él subió por su espalda, trazando una línea de fuego hasta la nuca, donde sus dedos se enredaron en su cabello, tirando suavemente hacia atrás.
Sus ojos, oscuros y llenos de una intensidad depredadora, la encontraron. No había suavidad, solo una promesa de control y deseo absoluto.
—¿Tienes miedo de lo que pase en nuestra habitación, dolcezza? —susurró.
Savannah negó con la cabeza, una mentira débil que él no aceptó. Su pulg