Mundo ficciónIniciar sesión✿✿✿
La tarde caía perezosa sobre la ciudad, tiñendo de naranja las calles polvorientas. Savannah salía del bar con el uniforme aún puesto, el cabello recogido en un moño desordenado y una bolsa de pan bajo el brazo. Mateo corría unos pasos por delante de ella, riendo con esa risa que parecía una campana rota, desparramando vida y alegría en cada salto que daba sobre las grietas de la acera. Ella sonreía al verlo tan feliz y emocionado, sintiéndose dichosa de tenerlo en su vida. Recordó cuando se enteró que sería madre, era una jovencita ingenua y que estaba llena de miedo, pero ahora y con todo lo que había tenido que atravesar, era una mujer que había aprendido a la mala, pero también absorbió los momentos bonitos y agradables que hacían que su batalla valiera la pena. Habían días oscuros, más difíciles que otros, pero todo se reducía cuando Mateo le sonreía, cuando la miraba con ese amor imposible de igualar. —¡Mamá, mírame! —gritó Mateo, estirando los brazos como si fueran alas, jugando a ser un avión. Savannah lo observaba con una sonrisa cansada pero orgullosa. Era su motor, la razón por la que aguantaba horas de clientes groseros, vasos rotos y cuentas atrasadas. Mateo, con su camiseta azul de superhéroe y los jeans gastados, parecía no tener otra preocupación que la de conquistar el mundo imaginario que inventaba en su cabeza y ella solo le pedía al cielo que nunca le diera ninguna dolencia ni preocupación. Ella era capaz de llevar toda la carga por sí sola, eso no le importaba, lo único que deseaba era que su hijo fuera feliz. —Cuidado, amor, no te alejes demasiado —le advirtió, acelerando el paso cuando él dobló la esquina hacia la calle principal. El sonido del tráfico era más fuerte allí. Autos, motos, cláxones impacientes. El corazón de Savannah dio un salto cuando vio que Mateo se detenía justo al borde del andén, mirando algo que brillaba en el asfalto y había capturado toda su atención. —¡Mateo! —llamó con urgencia, corriendo hacia él—. ¡Quédate ahí quieto! El niño se agachó para recoger el pequeño objeto: una canica azul que parecía un tesoro bajo la luz de la tarde, pero desde el andén no alcanzaba a tomarla entre sus dedos, por lo que se estiró hasta el punto que el peso de su cuerpo le ganó y se fue hacia adelante. Todo ocurrió en cuestión de segundos, como si el tiempo se hubiera ralentizado y a la vez todo corriera en cámara rápida. El rugido de un motor paralizó a Savannah y el chirrido de unas llantas al frenar le arrancó un gritó ensordecedor. Sin verlo venir, un auto dobló la esquina a una velocidad imprudente, demasiado rápido para que nadie pudiera reaccionar. Se escucharon los gritos a lo lejos de los transeúntes, el golpe seco y estridente y el grito de una madre que presenciaba todo sin poder hacer nada. —¡MATEO! El grito desgarró su garganta, pero sus piernas no obedecieron lo suficiente. Corrió, extendiendo la mano, pero la distancia era cruel. El golpe seco la heló por dentro, el sonido del impacto, el cuerpo pequeño de su hijo siendo lanzado unos metros sobre el pavimento, su camisita azul ahora sucia de polvo y sangre. El mundo se volvió ruido, gritos, frenos y pasos que corrían hacia ellos. Savannah cayó de rodillas junto al cuerpo de su hijo, con las manos temblorosas buscando desesperadas su rostro, pero sin ser capaz de moverlo aunque fuera un milímetro. —No, no, mi amor, mírame... mírame. Mateo, por favor... —susurraba, ahogada en llanto, acariciando su cabello y tratando de hacerlo reaccionar, pero no encontraba la forma ni de tocarlo. El niño respiraba con dificultad, los ojos entrecerrados, un hilillo de sangre escapaba por la comisura de su boca y debajo de su cabeza había uno más grande. Savannah se negaba a ver para no vomitar o desmayarse allí mismo, sentía que su corazón se había detenido, que la vida de burlaba de ella ante el suceso que acababa de pasar y aún no comprendí en qué momento había pasado, si todo ocurrió en cuestión de segundos. —Mami... —musitó débilmente, y esa palabra fue un cuchillo que la partió en dos. Savannah gritó pidiendo ayuda. Alguien llamó a una ambulancia, otra persona intentaba detener el tráfico, otros tantos solos se arremolinaban a su alrededor, viendo la escena con el corazón hecho un nudo. Pero ella solo podía pensar en el pequeño cuerpo entre sus brazos, en cómo sentía que se le escapaba la vida y su mundo se volvía completamente negro y vacío. —Aguanta, hijo, por favor, aguanta —le repetía como una oración rota, como si esas palabras pudieran retenerlo en este mundo. Las sirenas se escucharon a lo lejos, pero para Savannah sonaban demasiado lejanas. Su corazón martilleaba con fuerza, los labios secos y el alma hecha pedazos. Lo único que podía pensar era en que no podía perderlo, que no soportaría la vida sin esa risa, sin esos ojos, sin tener a su bebé dándole felicidad, emoción y esperanza a sus días.






