Las horas pasaban lentas, pesadas, como gotas de plomo que caían sobre los hombros de Savannah. Sentada en la sala de espera, sentía que cada minuto era una tortura insoportable. El reloj de la pared avanzaba con un tictac cruel, recordándole que su hijo estaba tras aquellas puertas cerradas, luchando por su vida y ella no podía hacer más que esperar, rezar y confiar en los médicos.
Se levantaba, caminaba de un lado a otro, se sentaba de nuevo, se cubría el rostro con las manos y rezaba en silencio, pidiéndole a Dios que no le quitara a su pequeño. El cansancio la vencía, pero el dolor y la angustia eran más fuertes que cualquier debilidad física. No había probado agua, ni comida, su cuerpo estaba allí, pero su mente estaba en esa sala donde médicos y enfermeras luchaban contra el tiempo.
Finalmente, la puerta se abrió y el mismo médico que horas atrás le había hablado se acercó a ella. Savannah se puso de pie al instante, con el corazón golpeándole las costillas, las manos temblando