A través de las ventanillas, las nubes parecían montañas de algodón que se abrían paso entre los rayos dorados del sol. Mateo no dejaba de moverse de un lado a otro del asiento, su pequeño rostro pegado al vidrio con la nariz aplastada contra él, los ojos encendidos de fascinación.
—¡Mamá, mira! ¡Parece que estamos en el cielo de los ángeles! —exclamó con la voz llena de asombro.
Savannah sonrió con suavidad, mirando a su hijo. Había pasado tanto tiempo sin verlo reír así, sin esa chispa genuina que iluminaba su rostro. Su corazón se apretó, entre alivio y nostalgia.
—Sí, amor, estamos muy alto. Pero no te despegues tanto del asiento, ¿sí?
—¡Pero es que es hermoso! —insistió el niño, con ese entusiasmo que parecía contagiarlo todo—. ¡Mira, mamá, todo se ve tan chiquitito! Las casas parecen juguetes.
—Tienes razón —murmuró ella, mirando por la ventanilla. Desde allí arriba, el mundo parecía otro. Tan pequeño, tan ajeno, tan distante de lo que dejaban atrás.
Massimo los observaba desde