Con más de un metro ochenta, un rostro digno de una obra maestra y un cuerpo sacado de los sueños más atrevidos de Caterine, Corleone Fioravanti era pura tentación. Pero detrás de esa apariencia imponente había un hombre demasiado serio, irremediablemente gruñón y convencido de que ella es una completa tonta. Claro, puede que le haya tirado café caliente encima en su primer encuentro, pero, para ser justos… fue un accidente. Cuando el serio e implacable juez Corleone conoce a Caterine Vitale, una mujer con el talento especial de convertir cada momento en un desastre, su mundo perfectamente estructurado comienza a tambalearse. Así que, cuando la vio entrar en su oficina y se presentó como su nueva asistente, estaba listo para despedirla. Es una lástima que, dada su propia reputación, no pueda hacerlo. Entre torpezas, chispas saltando entre ellos y secretos familiares que podrían destruir su intachable reputación, Corleone hará todo lo posible por no ceder al dulce encanto de Caterine.
Ler maisCaterine se inclinó sobre el mostrador de la cafetería, sus ojos recorrieron con deleite los postres perfectamente alineados tras el cristal. El estómago le rugió suavemente, y la boca se le hizo agua. No había mejor forma de empezar su día que con algo dulce.
Era su primer día de trabajo en el tribunal, y la emoción se mezclaba con una pizca de nerviosismo. Para ella, el primer día marcaba el curso de lo que vendría después, y estaba decidida a que este inicio fuera perfecto.
Caterine soltó un suspiro y una sonrisa se extendió por su rostro, mientras sus ojos se detenían en un delicioso sfogliatelle, cuya textura hojaldrada prometía ser tan crujiente como su aspecto. Casi podía imaginarse el sonido que haría cuando le diera el primer mordisco. Decidida, se acercó al hombre tras el mostrador e hizo su pedido.
—Un sfogliatelle y un vaso mediano de Caramel Macchiato.
El hombre ingresó su orden en su computadora, antes de pedirle a su ayudante que la preparara.
Caterine se hizo a un lado, dejando espacio para otros clientes, y aprovechó los minutos de espera para revisar su celular. Notó que sus hermanas le habían enviado mensajes deseándole suerte en su primer día de trabajo. Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras respondía, acompañando sus mensajes de emojis entusiastas.
Acababa de enviar el mensaje a su hermana menor cuando escuchó su nombre. Se acercó al mostrador y recibió su pedido. Luego se dio la vuelta, avanzó unos pasos y se detuvo. Sin pensarlo, acercó el vaso de su bebida a su nariz y aspiró profundamente. Cerró los ojos por un momento, dejando que el aroma intenso del café, mezclado con el dulce toque de caramelo, la envolviera.
—Definitivamente, no hay nada mejor que esto —susurró y abrió los ojos, dispuesta a salir de allí.
Caterine retomó su andar, con el café en una mano y la bolsa de papel del sfogliatelle en la otra, pero no llegó muy lejos. Una persona, que parecía haber salido de la nada, se atravesó en su camino y ella no logró parar a tiempo y tampoco esquivarlo.
El impacto bastó para que su agarre sobre el vaso se aflojara e inclinara hacia adelante. La tapa, que supuestamente debía proteger su preciada bebida, se soltó con demasiada facilidad, y en cuestión de segundos, una gran cantidad del líquido se derramó. Caterine observó, horrorizada y sin poder hacer nada, cómo su café empapaba el elegante traje oscuro de la inesperada víctima.
—Qué desperdicio —se lamentó en un susurro, incapaz de alejar la mirada de la mancha de café.
—¡Maldición!
La ronca y grave voz la devolvió de golpe a la realidad. Caterine levantó la cabeza, tan rápido, que un leve dolor se instaló en su nuca, pero apenas lo notó. De hecho, cualquier pensamiento racional se evaporó al ver al espécimen que tenía delante de ella.
Era un hombre atractivo. Tenía una mandíbula fuerte y definida, que parecía esculpida para intimidar. Los labios perfectos, no demasiado gruesos ni tampoco muy delgados. Caterine no pudo evitar imaginar que tenían el sabor de un whisky caro, robusto, pero con un toque dulce muy ligero. Su nariz era respingada y gruesa.
—Madre mía —susurró, sin dejar de observarlo.
Entonces, sus ojos se encontraron con los de él, enmarcados por unas cejas gruesas. Sus ojos eran oscuros como el café más fuerte. Caterine sintió un escalofrío recorrer su espalda al ver que estos parecían mirarla con desprecio.
Corleone se preguntó si acaso la mujer frente a él estaba teniendo algún tipo de crisis silenciosa. Ella seguía allí, inmóvil, como una completa idiota desde que le derramó su maldito vaso de café sobre la ropa.
—¿Alguna vez sonríes? —preguntó de pronto la mujer.
Corleone sintió la tentación de soltar un suspiro de frustración. Aquello debía ser una jodida broma y no tenía tiempo para eso.
Caterine casi se dio un golpe en la frente por la estupidez que acababa de escapar de sus labios. Definitivamente, tenía las neuronas fritas. Solo ella podía hacer una pregunta como aquella en medio de una situación tan tensa.
Caterine, arrepentida, colocó su vaso medio vacío en su otra mano y se acercó a limpiar el traje del tipo rápidamente con un pañuelo de papel que consiguió de su cartera. Algo que debería haber hecho hace un buen rato, en lugar de quedarse embobada mirándolo.
—Lo siento mucho, esto no era mi intención —dijo, frotando el traje desesperada.
—Alto —ordenó él, pero Caterine continuó.
—Es una suerte que no me guste el café tan caliente o esto podría haberte dejado una quemadura muy grave —comentó, sin detenerse a respirar—. No te quemó ¿verdad?
Corleone ya comenzaba a sentir dolor de cabeza. La extraña mujer había pasado de no decir nada a hablar a una velocidad vertiginosa.
—Alto —repitió, aún sin alzar la voz, pero con un tono lo suficientemente severo como para que ella entendiera el mensaje esta vez.
Caterine se detuvo en el acto y lo miró, atónita.
—Hazte a un lado —ordenó Corleone, sin importarle si había herido los sentimientos de la mujer.
Caterine obedeció, aunque en lugar de eso le habría gustado decirle algo sobre sus aborrecibles modales. Podía entender que estuviera molesto por lo que había sucedido, pero eso no justificaba que fuera tan rudo. Había sido un accidente y ella se había disculpado por ello.
«Imbécil», lo insultó en silencio.
Se quedó observando al tipo, mientras este se acercaba al mostrador. Caterine lo escuchó pedir un espresso. Una elección demasiado predecible. De algún lado debía sacar toda esa amargura que cargaba.
—No le vendría nada mal algo más dulce —susurró.
En cuanto el hombre recibió su café se dio la vuelta y parecía listo para marcharse. Caterine se mordió el labio inferior, indecisa, mientras permanecía con los pies clavados al suelo. La tentación de dejarlo marcharse y olvidarse del incidente como si nunca hubiera sucedido era enorme, pero al final, la vocecita en su cabeza, la que curiosamente tenía la voz de su padre, la convenció de hacer lo correcto.
Con determinación se apresuró a alcanzar al hombre y se interpuso en su camino hacia la salida. Sin embargo, no anticipó que él no la vería a tiempo, y tuvo que dar un par de pasos hacia atrás apresurada al darse cuenta de que estaban a punto de chocar nuevamente.
Corleone bajó la mirada hacia la mujer con lentitud, mientras su mente trataba de procesar lo que estaba sucediendo. En serio esperaba que ya hubiera desaparecido. Sin embargo, parecía que no era su día de suerte. Allí seguía ella, con esa enorme e imperturbable sonrisa.
Caterine, atrapada por la intensidad de su mirada, notó por primera vez la diferencia de tamaño que existía entre ellos. Por un momento se sintió intimidada, pero no dejó que eso la acobardara. Había tumbado a hombres igual de grandes que él en el pasado y seguro podía hacer lo mismo con él, si llegaba a ser necesario.
—Me gustaría pagar la tintorería —se ofreció, mirando la mancha en el impecable traje.
—No es necesario.
Caterine rodó los ojos y levantó la mirada para confrontarlo.
—¿Estás molesto porque te manché el traje o es que siempre eres así de gruñón? —soltó antes de darse cuenta—. Lo siento, no era mi intención decir eso. Soy Caterine, por cierto ——añadió, tendiéndole la mano con una sonrisa algo forzada, esperando suavizar el momento.
El hombre ni siquiera miró su mano.
—Como sea, pagaré la tintorería —continuó, dejando caer su mano al ver que él no iba a tomarla—. Fue mi culpa y es lo menos que puedo hacer. Solo dime el costo y te lo daré ahora. Y como compensación extra te daré mi postre. —Estuvo tentada a añadir "Se ve que lo necesitas", pero se lo guardó.
El hombre siguió mirándola con la misma expresión imperturbable, y luego, sin decir una palabra, la rodeó y se alejó de ella como si ni siquiera estuviera allí.
Caterine soltó un resoplido y bajó la mirada hacia los restos de su café. Quería pedir otro, pero el incidente con Don Gruñón le había quitado bastante tiempo. Su mirada cambió a la bolsa de papel y sonrió. Al menos aún lo tenía.
Si el hombre hubiera sabido lo que significaba para ella el estar dispuesta a renunciar a su preciado postre por él, probablemente no se habría tomado tan a la ligera su ofrecimiento. Bueno, se lo había perdido.
(A pedido de mis lectoras un segundo epílogo. Disfruténlo). Greta sonrió al ver a su padre correr con su nieto en brazos mientras gritaba "¡gol!" con entusiasmo. Su padre era demasiado tierno y su suegro tampoco se quedaba atrás. Segundos antes había presenciado el momento en que su padre balanceó a su hijo, de apenas dos años, para patear la pelota, mientras el padre de Gino se lanzaba hacia el lado opuesto, sin ninguna posibilidad de interceptarla.Su hijo reía a carcajadas, probablemente sin entender del todo lo que ocurría, pero contagiado por la energía y el entusiasmo de sus abuelos. La escena era entrañable.Stefano se acercó a su pequeño y alzó la mano. El pequeño Stefano no tardó en estrellar su manito contra la de su abuelo. Luego, los tres caminaron hacia la mesa con sonrisas enormes iluminándoles el rostro.—Nuestro campeón tiene sed —anunció su padre con una mezcla de orgullo y diversión.Apenas terminó de hablar, la madre de Gino tomó al pequeño Stefano en brazos y le o
Gino golpeó el volante con frustración. No podía creer que justo el único día que había dejado a Greta, ella se pusiera en trabajo de parto.Durante el último mes, había trabajado desde casa y solo se acercaba a la oficina cuando era absolutamente necesario. Pero ese día, una urgencia lo había obligado a presentarse en persona. Aunque no había estado seguro de dejar a Greta, por lo avanzado del embarazo, ella lo había tranquilizado, asegurándole que estaría bien. Además, Caterine había ido a visitarla junto con sus hermanas, lo que lo había hecho sentir más confiado.Había estado en el taller cuando recibió la llamada de su prima. Greta había roto fuente y las tenía contracciones. Ni siquiera lo había dudado antes de salir corriendo como alma que lleva el diablo, solo para quedarse atrapado en medio del tráfico.Se suponía que debía estar con ella, sosteniéndole la mano, soportando cualquier insulto que le lanzara en medio del dolor y susurrándole que todo estaría bien. No en su maldit
Greta despertó con los rayos del sol colándose entre las cortinas. La brisa con olor a mar movía ligeramente las cortinas. Giró la cabeza y sonrió al ver a Gino aún dormido. Su rostro estaba completamente relajado, y un leve ronquido escapaba de sus labios entreabiertos.Ambos se habían quedado dormidos hasta bien entrada la madrugada. Él la había secuestrado en algún momento de la celebración de la boda —aunque no podía llamársele secuestro cuando no podía llamarse secuestro cuando ella lo había seguido sin pensarlo dos veces. Se habían encerrado en la suite de hotel donde habían hecho el amor. El dolor en algunas partes de su cuerpo le recordó la pasión con la que él la había reclamado.Estiró una mano para retirarle el mechón de cabello que caía sobre su frente, pero se detuvo en el último segundo. Lo menos que quería era despertarlo. Tenía que hacer algo antes de que él abriera los ojos.Con cuidado, se deslizó fuera de la cama. Caminó en puntillas hasta el armario y rebuscó entre
Una ligera brisa cálida corría en el ambiente, trayendo consigo el aroma de las flores que decoraban el lugar. En el horizonte, el sol se ocultaba lentamente, detrás del mar, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. Era el escenario perfecto para celebrar su reciente boda. Pero Gino apenas prestaba atención a su alrededor. Solo tenía ojos para Greta.Ella estaba radiante. Algunos mechones rebeldes escapaban de su peinado y enmarcaban su rostro. Tenía las mejillas sonrojadas y una sonrisa amplia, mientras ambos se movían al ritmo de la música, envueltos en una burbuja quelos aislaba del resto del mundo. Recordó el momento en el que Greta había caminado hacia él por el pasillo, luciendo deslumbrante con su vestido de novia, como salida de un sueño que solo él había imaginado. Sus ojos estaban llenos de amor y seguridad. Las mismas emociones que él había visto durante la ceremonia de su boda, y en ese momento perfecto en el que ella aceptó convertirse en su esposa. Su esposa.Gr
Greta sonrió entre lágrimas, con la vista borrosa y el corazón latiendo con fuerza. Durante una fracción de segundo creyó que aquello era un sueño, pero se sentía demasiado real.—Maldición —murmuró Gino, con una expresión de frustración tierna.Su voz la sacó de sus pensamientos.—No era mi intención que sonara como una orden. Juro que tenía un discurso planeado, pero en cuanto me arrodillé... lo olvidé todo. Solo podía pensar en cuánto te amo, tanto que no sé si esa palabra baste para expresar lo que siento por ti. Yo…—Sí —lo interrumpió ella.Gino frunció el ceño, confundido.—Sí quiero casarme contigo —aclaró ella, divertida—. Aunque claramente no me dejaste más opción, porque ni siquiera preguntaste —añadió, sonriendo.La confusión de él se disolvió en una carcajada emocionada.—¿Acabas de aceptar?—Eso hice. A veces eres un poco exasperante, algo egocéntrico y no hablemos de tu…—Creo que lo tengo —cortó Gino con una sonrisa.—Pero no tengo ninguna duda de quiero pasar mi vida
Gino vació el contenido de su vaso y lo dejó con un suave golpe sobre la barra. No tenía intención de emborracharse, pero necesitaba al menos una copa para reunir el valor que, en la última hora, parecía haberse esfumado. Hasta hacía poco, estaba bastante convencido de que Greta aceptaría su propuesta. Ella lo amaba casi tanto como él a ella. Sin embargo, ahora las dudas las dudas habían comenzado a molestarlo.Greta tenía sueños por cumplir... ¿Y si no estaba lista para comprometerse? ¿Y si él se estaba precipitando? Tal vez debió haber esperado un poco más.Exhaló largamente e intentó alejar los pensamientos negativos.Si Greta no estaba lista, esperaría a que lo estuviera. Podía hacerlo. Pero no iba a echarse. Quería ese anillo en su dedo.—¿Me invitas una bebida? —dijo una voz femenina a su lado.Gino parpadeó y giró la cabeza. Una mujer se había sentado en el banco junto a él en algún momento en los últimos minutos. Tardó un par de segundos en entender que la pregunta iba dirigid
Último capítulo