"Un Romance Oscuro donde la Posesión se confunde con protección y se tergiversa el concepto del amor a Obsesión" Para Annastasia, un extraño accidente automovilístico da paso a un extraño matrimonio no consensuado. Ella despierta herida y, para su desconcierto, casada legalmente con un CEO que insiste en haberla salvado. Él es atento, elegante, casi devoto... pero hay algo en su mirada que no encaja. Y mientras su matrimonio y la recuperación se unen en un encierro, Annastasia comienza a preguntarse sí el accidente fue un punto de partida... o el final de la vida que conocía.
Leer másLa lluvia caía con una cadencia pesada, con gotas gruesas y frías, como si el cielo intentara borrar la ciudad. Golpeaban el pavimento con furia, y yo caminaba rápido para mojarme lo menos posible, encogida dentro de un abrigo grueso, con el portafolio apretado contra mi pecho y los tacones tambaleantes sobre el asfalto mojado. No había anticipado el clima frío de ese país, pero lo había sentido desde que bajé del avión hacía pocas horas. ¿Al final tendría que comprar un abrigo nuevo antes de presentarme a la entrevista?
Mi cabello oscuro se pegaba a mis mejillas con cada golpe del viento. El maquillaje que había aplicado con tanto esmero en el avión ya no existía. Solo quedaba mi mirada nerviosa entre una cortina lacia de cabello negro y largo: ojos azules, intensos y exigentes, como hielo endurecido bajo la tormenta.
Cuando, en la calle llena de autos, vi aparecer un taxi, no dudé en extender la mano y respiré con alivio cuando se detuvo. Subí, totalmente empapada, y le di la dirección que me había dado mi jefe. Esa entrevista de trabajo era mi última esperanza de conseguir por fin un empleo estable después de la universidad y de tantos meses en trabajos informales.
—¿Cuánto falta para llegar? —le pregunté al conductor después de ver la hora en mi teléfono y darme cuenta de que iba a la cita con retraso.
Sí daba una mala impresión llegando tarde y empapada hasta los huesos; ¿siquiera me considerarían para el puesto? Mi jefe en persona me había recomendado, pero sí me rechazaban, ¿me gritaría mi falta de ambición?
—Unos minutos más —dijo y una suave sonrisa suya me tranquilizó un poco—. No se preocupe, la llevaré segura y a tiempo...
Pero mientras me decía aquello, el taxi tomó curva en una intersección vacía y, entonces, de forma abrupta, las palabras del chofer murieron en su boca. De la nada, un auto negro, brillante, surgió de la nada y se dirigió a nosotros a gran velocidad. El sonido del impacto fue brutal, seco. El mundo giró. Ese coche se estrelló contra mi taxi, y todo se volvió fragmentos: metal, cristal, dolor.
No pude ni gritar. Mi cuerpo se sacudió por el impacto, el coche giró sobre sí mismo y luego todo fue un borrón de luces.
Me sumí en la inconciencia y cuando al fin recuperé un poco el sentido, ya estaba fuera del vehículo. En medio de la calle, mirando un cielo nublado, tenía el cuerpo entumecido y mi conciencia se deslizaba como agua entre mis dedos. El aire olía a humedad, sangre y metal quemado. En mi boca, el sabor metálico de la sangre y en mis oídos, el zumbido que no me dejaba pensar.
Jadeé bajo la lluvia, esforzándome por respirar. ¿Iba a morir en ese país que no conocía? ¿Moriría sin funeral, sola en una morgue como un cuerpo sin identificar? Nunca nadie me había reclamado; había pasado mi niñez en un orfanato, ¿pero morir sola?
Mis lágrimas, de soledad y miedo, se mezclaron con las gotas de lluvia que caían sobre mi rostro lleno de pequeñas heridas y rasguños.
Y entonces lo vi. Un hombre. Alto, cubierto por un abrigo oscuro, que parecía hecho a la medida, con el rostro oculto por las sombras de las farolas. Exaltado y con una respiración agitada, se arrodilló junto a mí. Tomó mi mano derecha entre sus dedos fríos y me tomó el pulso, expulsando al final una suave exhalación aliviada.
—¿Duele? —me habló con una voz baja y rebosante de angustia—. Vas a estar bien, te lo prometo. ¡Lo siento tanto, en verdad!
Yo lo miré sin entenderlo. No podía responder. Quería moverme, preguntar quién era, pero el dolor también despertaba y me cerraba la garganta. Lo miré sacar su teléfono, marcó con rapidez y habló en un idioma que no entendí. Luego volvió a mirarme, y aunque no podía ver sus ojos, sentí que me observaba con una intensidad que me atravesó.
—No tengas miedo —me consoló y apretó una de mis manos con fuerza entre las suyas, cubriéndome de la lluvia con su propio cuerpo—. Todo irá bien de ahora en adelante.
No sabía quién era él y tampoco por qué estaba allí, pero estaba asustada y llena de dolor, así que también apreté su mano y me aferré con todas mis fuerzas a la única persona que estaba conmigo.
—Por favor... —le pedí, atemorizada. ¡Ayúdame!—. No me dejes...
La ambulancia llegó minutos después. Las luces rojas y blancas cortaron la oscuridad de la calle como un cuchillo. Me subieron, me cubrieron con mantas y me conectaron a algo que me hizo flotar. Lo último que vi fue que él continuó a mi lado, de pie bajo la lluvia, fuera de la ambulancia, con el abrigo empapado y los ojos clavados en mí...
Desperté en una habitación blanca, silenciosa, con un fuerte olor a desinfectante que impregnaba cada rincón. Las luces eran suaves, y el sonido de la máquina marcaba el ritmo de mi respiración. Intenté moverme, pero el dolor, que surgió por todo mi cuerpo, me atravesó como una aguja caliente.
—Aggh —me quejé, tratando de incorporarme.
—No lo hagas —dijo una voz masculina, suave y profunda—. Te lastimarás.
Giré la cabeza con esfuerzo. Él estaba allí. Sentado en una silla a mi lado. Su rostro masculino era apuesto, con una mezcla inquietante entre la madurez de los treinta y la juventud que aún no se iba del todo. Su cabello, rubio y suave, caía con naturalidad sobre su frente. Sus rasgos eran amables y pacientes... La línea de la mandíbula era firme, marcada, como si hubiera sido esculpida. Pero esos ojos, profundamente oscuros, eran como dos pozos donde la oscuridad se pierde en una profundidad sin fin...
Lo reconocí como el mismo hombre que estuvo conmigo antes. No era un extraño, no del todo. Pero tampoco lo conocía.
—Annastasia... —susurró con un extraño tono familiar, como si mi nombre le perteneciera. Su expresión era serena, pero sus gestos... Sus gestos eran otra cosa—. ¿Cómo te sientes? ¿Estás adolorida?
Sus manos, cálidas y firmes, rozaron mi rostro con una delicadeza que me desconcertó. Y la manera en que me miró, entre el alivio y la emoción, hizo que mi corazón latiera con desconfianza. Y este acelerado ritmo cardiaco se reflejó en la máquina. Él notó el cambio y se alarmó.
—Llamaré a tu médico.
Se desplazó por la habitación y salió, para volver solo instantes después con un médico siguiéndolo. El doctor me revisó los signos vitales, desde las pupilas hasta los latidos del corazón, todo mientras decía:
—Ha tenido suerte, señora. El accidente pudo costarle la vida, pero me alegra ver que todo parece estar bien. Ahora solo necesita cuidar que los huesos rotos sanen como es debido.
Miré mi pierna derecha, inmóvil por un yeso, y luego mi hombro izquierdo, también inmovilizado por un cabestrillo. Estaba herida, pero había sobrevivido.
—Con los cuidados necesarios, en unos meses podrá retomar su vida con normalidad. —El médico me sonrió y luego se volvió hacia el hombre conmigo—. Su mujer ha tenido suerte; en unos días podrá llevársela a casa.
Aquello último que dijo me desconcertó, pero no pude decirle nada porque enseguida dejó la habitación. En cuanto el doctor se fue, él se sentó de nuevo y volvió a sujetarse a mi mano. Al verlo mejor, noté que no era del tipo de hombre que pasa desapercibido. Medía fácilmente más de metro noventa, y su cuerpo, aunque cubierto por un traje sobrio, dejaba ver una complexión atlética, marcada por una elegancia contenida.
Su rostro era una contradicción fascinante: mandíbula firme, pómulos definidos, una piel tersa, de tono claro pálido, y esos ojos... Esos ojos eran lo que más resaltaba de su físico; eran profundamente negros, sin reflejo, como si no devolvieran la luz, sino que la absorbieran, igual que hoyos negros.
—¿Quién eres tú? —La voz me salió rasposa después de tanto tiempo sin usarla.
Alzó los ojos cuando me escuchó hablarle por primera vez.
—Nathanniel Rothschild —respondió—. Presidente de Rothschild Security Group —su voz era baja, controlada. Pero sus ojos... sus ojos me estudiaban.
¿Un CEO? ¿Una empresa de seguridad? ¿El accidente lo había traído hasta a mí para llegar a una especie de acuerdo con el otro conductor? Si su plan era comprarme para no demandar al loco que casi me había provocado la muerte, fallaría.
—¿Por qué está usted aquí? —fui directa.
—Porque soy tu esposo.
Mi cuerpo se tensó. El aire se volvió denso.
—Cuando llegaste al hospital, no tenías representante legal. Nadie que pudiera autorizar las cirugías que necesitabas. Tu vida estaba en riesgo. Así que... tomé una decisión.
—¿Una decisión? —inquirí con nerviosa lentitud.
—Me casé contigo. Legalmente. Para poder protegerte. Para que no murieras esperando una firma que nunca llegaría.
¿Casada? ¿Con un hombre que jamás había visto? Quise gritar. Quise arrancarme los cables y escapar de esa tonteria sinsentido. Pero no podía. Mi cuerpo no podía moverse. Y él, con esa calma inquietante, me mostró mi propia mano, envuelta aún por las suyas, y el resplandeciente anillo en mi dedo. Era diamantado, dorado, hermoso... Y en su mano, había otro similar.
Al verlo, expiré un fino hilo de aliento entrelabios, con millones de pensamientos golpeándome.
—No lo hice por mí. Lo hice por ti. Los médicos necesitaban autorización inmediata para intervenirte. Las operaciones eran delicadas, costosas. Más de medio millón de dólares en cuidados intensivos, tratamiento... Y, tal parece que no hay familiar que responda por ti.
Me lamí los labios secos y pensé en el orfanato donde crecí, donde pasé la mitad de mi vida sola y sin que nadie me buscara, que me reclamara como hija... ¿Y ahora este hombre me reclamaba como esposa?
—Y usted... ¿pagó todo? —inquirí con incredulidad, porque la vida me había enseñado a no fiarme de "buenas intenciones".
—Por supuesto...
—¿Por qué?
—No iba a dejarte sola. No después de lo que ocurrió.
¿Se refería al choque que casi cobra mi vida?
—No tenía ninguna responsabilidad...
Negó de inmediato, sacudiendo la cabeza.
—Claro que la tenía —agachó la cabeza, con la voz teñida por la culpa y el remordimiento—. El auto que impactó al taxi donde ibas era mío; yo viajaba en él. Mi chofer perdió el control por una falla mecánica y causó... esto.
Exhalé entre labios, con los ojos fijos en ese rostro atormentado.
¿Por eso salió en mi ayuda? Había pagado todo y se había casado conmigo... ¿Por responsabilidad? ¿Para reparar los daños? Simplemente pudo haberme abandonado, deslindarse de todo y culpar a su chofer, pero en su lugar se había casado conmigo apresuradamente para poder volverse mi tutor legal y autorizar las operaciones que me habían salvado la vida.
Un nudo se formó en mi garganta y mis ojos se llenaron de ligera humedad. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que obtuve ese tipo de cuidado y preocupación? Jamás, nadie, ¡nunca!
Si hubiese ido allí para decirme que él me había hecho eso por ir ebrio y buscaba llegar a un acuerdo, me habría arrancado los cables y lanzado sobre él. Pero no era así, era totalmente distinto.
—No es su culpa —me oí decir y alzó la vista, para verme mirarlo ahora suavemente—. Fue un accidente. La culpa no es de nadie.
Él sonrió, apenas. Era una sonrisa contenida, como si luchara por no demostrar demasiada emoción.
—Gracias. Lo importante es que estás viva. Todo está bajo control ahora. Yo me encargaré de ti.
No supe qué decir. No supe qué sentir. Solo lo miré, atrapada entre el miedo y una extraña sensación de seguridad. Y mientras sus dedos acariciaban los míos, mientras su voz me envolvía como una manta tibia, supe que algo había cambiado. Que mi vida, mi libertad, ya no me pertenecían del todo... Que ese hombre, con su porte impecable y esa mirada insoldable, no era solo mi esposo legal.
Era el principio de algo que aún no podía nombrar.
"Podrás irte en cuanto te recuperes y ya no necesites un tutor". La mansión, que en sus enormes rejas frontales tenía una enorme R cursiva, en señal de que la propiedad pertenecía a la familia Rothschild, era demasiado grande para estar habitada solo por 2 personas. Cada rincón de ese lugar aislado parecía diseñado para ser admirado, no vivido. Todo allí era automatizado: las cortinas se abrían solas con el sol, las luces se encendían al paso y, sin embargo, no había ni un alma, más que él y yo. Parecía que la casa había sido construida para no necesitar de nadie. Ningún jardinero. Ningún cocinero. Ningún enfermero. Solo Nathanniel. Siempre Nathanniel Rothschild. Y las cámaras. Las había notado a los días de estar allí, en los marcos de las puertas, en los floreros, incluso en lo alto de los corredores. Pequeños ojos mecánicos que no parpadeaban. En mi habitación, me observaban mientras dormía, mientras comía, mientras entraba al baño, el único espacio "libre". Y él, cada vez que
Desperté por segunda vez en una cama que no reconocí. Ya no era el hospital. Las sábanas eran suaves, perfumadas con algo caro y discreto. La luz entraba por cortinas de lino, dorada y tibia, con un brillo cálido y silencioso. Me incorporé en la enorme cama con dificultad, sintiendo un tirón en la pierna enyesada y el ardor sordo de la clavícula rota, inmovilizada por el cabestrillo. Esta nueva habitación era amplia, decorada con tonos neutros, con muebles de madera oscura y arte moderno en las paredes. Todo parecía haber sido dispuesto por un experto diseñador de interiores. Todo era silencioso. Demasiado pulcro. La sensación allí era envolvente, como si estuviera hecho para calmarme. Pero no era así. La puerta se abrió con un clic suave. Nathaniel entró con pasos silenciosos, vestido con ropa casual y pantalones flojos que mostraban gran parte de sus caderas. Apenas puso un pie dentro, su mirada me buscó con una extraña intensidad. —Buenos días, Annastasia —dijo, con una sonrisa
La lluvia caía con una cadencia pesada, con gotas gruesas y frías, como si el cielo intentara borrar la ciudad. Golpeaban el pavimento con furia, y yo caminaba rápido para mojarme lo menos posible, encogida dentro de un abrigo grueso, con el portafolio apretado contra mi pecho y los tacones tambaleantes sobre el asfalto mojado. No había anticipado el clima frío de ese país, pero lo había sentido desde que bajé del avión hacía pocas horas. ¿Al final tendría que comprar un abrigo nuevo antes de presentarme a la entrevista? Mi cabello oscuro se pegaba a mis mejillas con cada golpe del viento. El maquillaje que había aplicado con tanto esmero en el avión ya no existía. Solo quedaba mi mirada nerviosa entre una cortina lacia de cabello negro y largo: ojos azules, intensos y exigentes, como hielo endurecido bajo la tormenta. Cuando, en la calle llena de autos, vi aparecer un taxi, no dudé en extender la mano y respiré con alivio cuando se detuvo. Subí, totalmente empapada, y le di la dire
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