COEXISTENCIA

Desperté por segunda vez en una cama que no reconocí. Ya no era el hospital. Las sábanas eran suaves, perfumadas con algo caro y discreto. La luz entraba por cortinas de lino, dorada y tibia, con un brillo cálido y silencioso. Me incorporé en la enorme cama con dificultad, sintiendo un tirón en la pierna enyesada y el ardor sordo de la clavícula rota, inmovilizada por el cabestrillo.

Esta nueva habitación era amplia, decorada con tonos neutros, con muebles de madera oscura y arte moderno en las paredes. Todo parecía haber sido dispuesto por un experto diseñador de interiores. Todo era silencioso. Demasiado pulcro. La sensación allí era envolvente, como si estuviera hecho para calmarme.

Pero no era así.

La puerta se abrió con un clic suave. Nathaniel entró con pasos silenciosos, vestido con ropa casual y pantalones flojos que mostraban gran parte de sus caderas. Apenas puso un pie dentro, su mirada me buscó con una extraña intensidad.

—Buenos días, Annastasia —dijo, con una sonrisa que parecía ensayada, pero no por eso menos efectiva—. ¿Dormiste bien? ¿Te gusta el cambio?

Miré la habitación nuevamente, pero ahora con recelo. ¿Me había sacado del hospital para llevarme a un sitio desconocido sin mi autorización?

—¿Dónde estoy?

—En mi casa. En tu casa también, si lo deseas.

Su voz era baja, envolvente y pacífica. La desconfianza nació y agudizó mi expresión.

—¿Por qué lo hizo?

—El hospital no era adecuado para tu recuperación. Demasiado ruido, demasiadas miradas. Aquí estarás mejor. Más tranquila.

Se acercó con una bandeja: café con leche, frutas de temporada y pan caliente sin semillas. Se sentó a mi lado, como si lo hubiera hecho mil veces, colocando la bandeja sobre la mesa al costado de la cama con precisión y tranquilidad.

—¿Cómo sabe lo que me gusta? —miré el desayuno con un recelo in crescendo.

—Intuición —dijo, con una sonrisa amable y llamativa—. Y algo de suerte.

No lo culpaba por el accidente y agradecía todo lo que había hecho para salvar mi vida, ¿pero no estaba esa farsa yendo demasiado lejos?

Tomé la taza con el brazo sano, pero él terminó ayudándome en todo y yo tuve que dejarlo al ser incapaz de valerme por mí misma. Él me observaba con una calma que me incomodaba. No era invasivo, pero tampoco distante. Era… demasiado presente. Mientras yo comía, sus ojos recorrían mi rostro, mis gestos, como si cada movimiento mío fuese importante para él.

Cuando terminé, no lo dejé irse. Sujeté su muñeca y lo miré desde la cama.

—¿Y el trabajo? —eso aún me angustiaba porque yo necesitaba ese puesto—. ¡Tenía una entrevista muy importante esa noche…!

—Cancelada. Tu jefe fue informado del accidente. No te preocupes por eso ahora. Lo importante es que te recuperes.

Solté su muñeca con desaliento. ¿Eso significaba que había quedado descartada del puesto?

—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?

—Ocho días. Las operaciones fueron delicadas. Pero estás mejor. Mucho mejor.

Yo no lo sentía así. Estaba medicada todo el tiempo, que ni siquiera había notado en qué momento me sacó del hospital y me llevó allí.

—¿Y mi teléfono? ¿Mis cosas? ¿Puedo verlas?

Intenté buscar mis documentos con la vista. Pasaporte, teléfono, cartera. Pero no había nada allí.

—Lo tengo todo guardado. No necesitas preocuparte por eso ahora.

Le lancé una hostil mirada azul y me puse necia.

—Quiero verlas.

—Cuando estés mejor. —Me concedió una sonrisa suave, pero sus ojos no lo fueron. Había algo en su mirada que me inquietaba. Algo que no era ternura. Era otra cosa. Más profunda.

—¿Y el matrimonio? —pregunté con cuidado, ablandándome sin querer—. Continuamos... ¿casados?

Su rostro se tensó apenas, pero volvió a relajarse enseguida.

—Es necesario. Legalmente, no hay otra forma de autorizar tus tratamientos. No tienes familia registrada. Yo… seguiré con la responsabilidad, como tu tutor legal.

Miré sus manos sosteniendo la bandeja de comida, y noté el anillo de casado adornando su dedo. Realmente era mi esposo, y esa era una verdad absoluta que me secó la boca.

—¿Y ahora qué pasará?

—Ahora estás casada conmigo. Pero no tienes que preocuparte. No te pediré nada. No te exigiré nada. Solo quiero que estés bien.

Me quedé en silencio un momento. Mi mente corría. Ya habían pasado días desde que supe que me casé sin enterarme, pero aún no lo creía. Y peor aún, mi esposo lideraba una empresa en seguridad, era un CEO que se cruzó conmigo en un evento desafortunado y se vio obligado a casarse.

—¿Y después?

—Después… veremos.

Caminó hacia la ventana, y se quedó allí, mirando el jardín como si fuera un cuadro. Con las manos en los bolsillos y el perfil recortado por la luz, con un porte impecable, cada gesto parecía medido.

—Puede dejarme cuando quiera —le dije, pensando en lo fácil que sería para él abandonarme y seguir con su vida—. ¿Por qué hace esto por mí?

—Porque yo puedo hacerlo —dijo, emitiendo una tranquila respiración—. Porque quiero hacerlo.

No supe qué responder. Había algo en su voz. Algo que no era ternura, ni compasión. Era otra cosa. Algo más profundo. Más oscuro... Que activó mi sentido común.

—Usted no me conoce. No necesita seguir responsabilizándose de mí.

Al oírme decirle eso, él se giró y sus negros ojos se clavaron en los míos. Por un instante, nuestras miradas se encontraron: la mía, azul y desconfiada; la suya, oscuramente profunda y contenida.

—¿Preferirías que te abandonara? ¿Cuándo no hay nadie más que cuide de ti?

Mis labios se apretaron y mis mejillas se colorearon por la vergüenza de haber vivido siempre por mi cuenta. Él se acercó a la cama y su mano rozó mi mejilla. No la tomó. Solo la tocó en una caricia lenta y corta.

—Confía en mí, Aurora. No tienes que pensar en nada.

Pero yo sí pensaba. Pensaba demasiado.

¿Por qué un hombre como ese se casaría con una desconocida a raíz de un accidente que bien pudo haber ignorado? Los hombres ricos hacen eso, siempre cometen faltas, crímenes, y con su riqueza es fácil ignorar el asunto, voltear la vista y terminar el problema cediendo una pequeña suma a las autoridades. Deslindarse del accidente pudo ser tan fácil, ¿por qué asumir una responsabilidad tan inconveniente?

¿Acaso me había topado con un extraño caso donde un rico tiene decencia?

Pero mientras Nathaniel salía de la habitación, dejando tras de sí un perfume discreto y una sensación de vacío, supe que algo no encajaba. Que ese hombre, con su sonrisa perfecta y su voz suave, escondía algo que aún no podía ver. Pero que pronto, muy pronto, empezaría a sentir.

Los días pasaron. Él me cuidaba personalmente. Me ayudaba a bañarme, a vestirme, a comenzar a caminar con las incómodas muletas. Me daba el medicamento con precisión y cuidado, me hablaba como si fuéramos viejos conocidos.

Su atención era casi devota. Y eso, lejos de tranquilizarme, me hacía sentir atrapada. Especialmente porque en esa casa tan grande no había personal, ni cocineros, empleados, jardineros, y mucho menos enfermeros que podrían hacer por él todo mi cuidado. Allí solo vivíamos él y yo, siempre.

Además, cuando Nathanniel me miraba, lo hacía con una intensidad que rozaba lo íntimo. A veces, cuando no me estaba mirando a mí, su expresión cambiaba. Se volvía fría, casi vacía. Cuando leía algo que quizás una asistente le enviaba sobre su gigante empresa, y parecía desagradarle, el rostro se tensaba, sus labios se apretaban y los ojos perdían la calidez que a mí siempre me mostraba: como si todo eso fuese ensayado.

Su trato era dulce, protector, pero había algo más. Lo sentía. Algo que no se decía, pero que sentía con mayor fuerza cada día. A veces, al girar la cabeza y sorprenderlo, lo encontraba mirándome fijamente con una expresión que no era dulce. Era fría. Vacía. Y luego, al notar mi mirada, todo en él cambiaba. Me sonreía. Se acercaba y todo volvía a la normalidad. Era entonces, ante esa dualidad que me inquietaba más que cualquier otra cosa, que despertaban en mí fuertes deseos por irme de allí. 

Una noche, mientras me ayudaba a cambiarme después del baño, sus gestos se volvieron más lentos e íntimos. Me quitó la bata con cuidado; sus dedos rozaron mi espalda desnuda accidentalmente y yo contuve un jadeo inesperado. Ninguno dijo nada. Él me colocó una camisa de algodón, abotonando cada botón uno por uno, sin prisa. 

—Mañana visitaremos al médico para una revisión —me avisó, concentrado en lo que hacía, como cada noche en esa rutina interminable—. ¿Quieres que te lleve a pasear después?

¿Se creía mi enfermero? Mis mejillas ardieron cuando sus dedos rozaron mis pechos en los últimos botones, pero no hablé. Solo emití una respiración rápida, que él oyó perfectamente. 

—¿Te duele? —preguntó con voz baja, mirándome a los ojos con suma atención.

Aparté los ojos.

—No.

Un pequeño silencio de su parte.

—¿Te incomoda?

Era sumamente perceptivo.

—Un poco —admití con vergüenza.

—¿Yo te incomodo, Annastasia?

No respondí. Él bajó la mirada, y sus dedos se detuvieron en el último botón. No lo cerró. Lo dejó abierto, como si quisiera que yo notara lo que estaba haciendo.

—Soy tu esposo, Annastasia, no hay por qué sentir vergüenza.

Tal vez era el calor del baño, todo el vapor encerrado, pero toda mi piel se coloreó ante esa declaración y mi corazón empezó a latir mucho más rápido que de costumbre. Fui muy consciente de que ese hombre acababa de bañarme y vestirme, de verme desnuda.

Sin decir nada más, me llevó hasta la cama y me hizo sentarme para poder secarme el cabello, como siempre. Pero en lugar de hacerlo, se arrodilló frente a mí, tomó mis manos, las besó con lentitud y luego se quedó allí, en silencio por un largo rato.

Hasta que habló.

—No quiero que exista incomodidad entre nosotros —alzó la vista. Su rostro mantenía la serenidad, pero sus ojos... Sus ojos ardían.

Mientras él me acomodaba entre las sábanas y su mano rozaba mi muslo sano con una ternura inocente, le solté:

—Quiero dar fin al matrimonio.

Se detuvo. Su mano se quedó suspendida en el aire, a medio camino de las mantas.

—¿Por qué?

Miré a otro lado.

—Porque no es real y porque no nos conocemos. Yo... quiero irme a mi país.

Con un suspiro hondo, se sentó a mi lado. La cama se hundió suavemente ante su peso. Tomó mi mano y la sostuvo entre las suyas. Con el pulgar trazó círculos lentos sobre mi piel.

—No pretendo retenerte, si en verdad deseas irte. Pero tampoco quiero que estés sola. No ahora.

Busqué su rostro. Estaba sereno, pero sus ojos brillaban con algo que no supe definir.

—Ya estoy mejor. Creo que puedo irme.

Se burló por lo bajo, con una sonrisa ronca y paciente.

—Annastasia, no puedes caminar sin ayuda —me explicó con calma—. No puedes valerte por ti misma. ¿Cómo puedo dejarte que te marches así, cuando yo fui el responsable?

Me quedé en silencio. Y él aprovechó mis dudas para acercar su rostro al mío y, con la mano que no sostenía una de las mías, acarició los negros cabellos aún húmedos que caían sobre mis mejillas.

—Quiero ocuparme de ti. Personalmente. Solo mientras te recuperas.

Por primera vez, lo observé con detenimiento. Era imposible ignorar la presencia de un hombre como ese: media casi 2 metros, hombros anchos y espalda recta, el torso atlético insinuado bajo la tela impecable de sus perfectas camisas formales. Poseía una atracción que no pedía consentimiento: una belleza radical. Todo en él llamaba.  Y sus ojos... los ojos de ese hombre eran dos extraños pozos sin fondo, que parecían alertarme sobre él. 

Cuando me miraba, parecían contener algo más que solo preocupación y compromiso. 

—Cuando ya no me necesites en absoluto, con gusto te llevaré yo mismo al aeropuerto, ¿te parece un buen trato? Mantengamos este matrimonio solo hasta que ya no necesites un tutor legal y puedas retomar la vida que tenías, ¿te parece, Anna?

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