Ya había tenido relaciones sentimentales antes de ese hombre, con otros chicos, muy pocos en realidad. Así que tenía experiencia besando y tocando, pero mis relaciones nunca habían llegado a la intimidad: Dorian Baudelaire era el primero en ese sentido. Y yo jamás me había detenido a pensar en la elevada libido que puede tener en un hombre, el insaciable deseo sexual. Pero Dorian me lo demostró. En plena madrugada, apenas regresamos del coctel, se lanzó sobre mí como un animal.
En la quietud de aquella inmensa casa, hubo más besos, más tocamientos descarados y un deseo frenético que ahora era compartido.
—Eres mi vida entera, Ann —musitaba en mi boca de vez en cuando, extasiado y ahogado en placer—. Gracias por venir a mí.
Con la cabeza caliente y los sentidos dominados por él, disfruté cada beso suyo, cada caricia, y todo porque él acababa de presentarme la cumbre del placer y lo mucho que podía disfrutar del sexo, y me había gustado.
Pero a la mañana siguiente, ese momento de debilid