"Podrás irte en cuanto te recuperes y ya no necesites un tutor".
La mansión, que en sus enormes rejas frontales tenía una enorme R cursiva, en señal de que la propiedad pertenecía a la familia Rothschild, era demasiado grande para estar habitada solo por 2 personas. Cada rincón de ese lugar aislado parecía diseñado para ser admirado, no vivido. Todo allí era automatizado: las cortinas se abrían solas con el sol, las luces se encendían al paso y, sin embargo, no había ni un alma, más que él y yo. Parecía que la casa había sido construida para no necesitar de nadie. Ningún jardinero. Ningún cocinero. Ningún enfermero. Solo Nathanniel. Siempre Nathanniel Rothschild.
Y las cámaras.
Las había notado a los días de estar allí, en los marcos de las puertas, en los floreros, incluso en lo alto de los corredores. Pequeños ojos mecánicos que no parpadeaban. En mi habitación, me observaban mientras dormía, mientras comía, mientras entraba al baño, el único espacio "libre".
Y él, cada vez que me descubría mirándolas con desconfianza, sonreía con esa calma que me inquietaba. Yo, en cambio, odiaba esa eterna vigilancia.
—¿Piensa que me atreveré a robarle? No soy ese tipo de persona.
Detrás de mí, Nathaniel emergió de un salón, con una camisa clara abierta en el cuello y las mangas arremangadas. Negó con una sonrisa ligera, guiándome por las escaleras.
—Solo es vigilancia, Annastasia. No quisiera que te pasara algo mientras yo no estoy.
Tomando mi mano sana, la apoyó abierta contra su pecho. Su piel, impecablemente firme, palpitaba bajo la camisa. ¿Era su corazón?
—Sé bien que nunca tomarías nada que no sea tuyo —parecía convencido de ello—. Esto es únicamente para cuidarte —susurró con un tono juguetón y cómplice.
Esa palabra "cuidar" era tan ajena a mí desde mi niñez, que retumbó en mi cabeza con un sentimiento raro. Él depositó un beso lento en mi muñeca derecha. Después, fue más atrevido. Mirándome una vez, agachó la cabeza y plantó otro beso en mi clavícula, aún dolorida, justo donde terminaba el cabestrillo. El roce de sus labios despertó un torrente de sensaciones: el dolor ardiente se volvió menor, pero la tensión, esa creció.
—No se le ocurra ir más lejos —le advertí con un jadeo tembloroso, pero no lo alejé.
Lo sentí sonreír cerca de mi piel. Sus labios rozaron mi mandíbula, como si midiera hasta dónde podía llegar antes de toparse con un ALTO.
—Anna, ¿me arrancarías la lengua si me atreviera a besarte?
Y como si buscara provocarme deliberadamente, su mano se deslizó bajo la camiseta que él mismo me había puesto esa mañana, rozándome el costado con un cuidado casi ritual. Sentí las muletas a cada lado, la rigidez de la pierna y un calor ahogante que despertó como un flamazo en mi sangre.
Por un segundo, de verdad creí que buscaría besarme, ¿y qué haría? ¿Le dolería un golpe mío? Mientras pensaba en qué haría sí iba más lejos, él se distanció y solo entrelazó sus dedos con los míos.
—Vayamos al médico —anunció, sonriendo al ver mi rubor—. Quiero asegurarme de que todo avance bien.
El trayecto en coche fue silencioso. Yo observaba esas calles desconocidas y anuncios en un idioma que no comprendía. Él, al volante, apenas parpadeaba. Parecía no hacerlo, pero yo lo sentía, sentía sus ocasionales miradas de reojo y la manera en que se relajaba al verme a su lado. En el hospital, el doctor confirmó que podía empezar a apoyar gradualmente la pierna y retirar el cabestrillo.
—Sus cuidados a su esposa han sido excelentes, señor Rothschild —lo felicitó y mi "marido" sonrió, orgulloso y deslumbrante—. Pronto podrán retomar sus vidas como eran.
Ante la gran noticia, Nathaniel apretó mi mano con un suspiro de alivio. Sus labios rozaron mi piel en un gesto silencioso de celebración apenas abandonamos el hospital.
—¿Lo ves? —me susurró con un brillo de triunfo en los negros iris—. Con nadie estarías mejor que conmigo, Annastasia.
De regreso, mientras el coche avanzaba sobre el asfalto, mis pensamientos se enredaban entre la gratitud y la desconfianza. Sus palabras y gestos, siempre amables y dedicados, incluso en el auto sus cuidados eran demasiado. No me dejaba abrocharme el cinturón por mi cuenta, insistía en ajustar el reposapiés para mí. Cada detalle era preciso y amable, como si buscara acapararme. ¿Yo estaba imaginándome cosas? ¿Mis inseguridades trataban de rechazar al primer hombre que era amable conmigo y alejarlo?
Cuando la mansión apareció entre los árboles, noté un cierto nerviosismo cambiar la actitud de Nathaniel: la postura tensa y un cambio radical de expresión. Antes de que se abriera la puerta del garaje, detuvo el coche y miramos la bonita camioneta cerrada estacionada enfrente. Era negra, lujosa y, claramente, una visita.
—Los visitantes que no se anuncian son tan desagradables —comentó mirando la camioneta con una mirada fría, igual que si fuese una falla en su perfecto hogar.
—¿Debería quedarme aquí? —Seguro nadie sabía que él tenía a una mujer en su casa, y yo no quería ser un problema.
Él levantó una ceja, resignado.
—No, claro que no. No puedo dejarte en el auto, necesitas ir a la cama.
Se soltó el cinturón y salió para ayudarme a bajar. Entramos al vestíbulo; él andaba con la misma fluidez elegante y tranquila de siempre, pero se detuvo casi de inmediato. En el umbral estaba una pareja mayor: sus padres; había en ambos un ligero parecido a su hijo. El padre, alto y de hombros erguidos, sostenía un portafolio. La madre, elegante con un abrigo beige y una mirada afilada, me hizo lamentar no haberme quedado en el coche.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Nathaniel, conteniendo un destello de irritación en la mirada—. ¿No es poco educado venir a mi casa sin consultarme primero?
—¿Quién es ella? —soltó su madre directamente, sin siquiera verme.
—Mi esposa —respondió él, sin titubear ni dudar.
El silencio que siguió a su audaz declaración fue largo y tenso, como una bofetada invisible. Después de envenenar a su hijo con unos ojos tan negros como los de él, la mujer giró lentamente el rostro hacia mí. Sus ojos me recorrieron con desdén e impresión, poniendo especial atención en mi condición lesionada.
En ese instante supe que no era vista con buenos ojos.
—¿Esposa? —repitió, estupefacta y molesta—. ¿Por ella lo has arruinado todo?
Nathaniel no respondió. Pero su mandíbula se tensó y sus ojos se oscurecieron todavía más de lo que ya eran.
—¿Sabes lo que has hecho? —intervino su padre, con voz grave—. Te comprometiste hace 2 años y te ibas a casar hace unos días, ¿lo olvidaste? Todo estaba resuelto. ¡¿Y tú destruiste todo porque te enredaste con una desconocida?!
¿Compromiso? Me quedé helada. Intenté mirar a Nathaniel en busca de una explicación a lo que su padre decía, pero hallé solo una fría irritación creciente, como si le molestara más tener a sus padres en frente que lo que venían a decir.
—¿Una desconocida? Es mi esposa —dijo al cabo de un momento, con voz baja pero firme—. Y esta es su casa, así que cuida tu lengua...
—¡Descarado! ¡La chica que dejaste era una alianza, una inversión millonaria que nos elevaría por encima de la competencia! ¡Cómo te atreves a pedirme respetarla cuando has humillado y manchado mi apellido frente a todo el país! ¡Por ella has arruinado años de buenas relaciones y trabajo!
Hizo ademán de querer acercarse, pero su esposa se interpuso. Avanzó hacia nosotros. Su perfume era fuerte, invasivo.
—¿De dónde la sacaste? —preguntó con exigencia—. ¿Qué tiene? ¡¿Cómo terminaste casado con ella?! ¡¿Qué demonios te dio como para que hayas dejado a tu prometida el mismo día de la boda y largarte a vivir aquí?!
Desplazó una venenosa mirada a mi rostro, y mostró desprecio.
—Es un simple capricho, ¿no? Debe ser momentáneo. Estoy segura de que no puedes ir en serio con una chica como esta.
Cuando ella trató de alcanzarme, Nathaniel se adelantó. Su cuerpo se interpuso entre ambas. Vi su mano cerrarse en un puño, aunque no lo levantó.
—No vuelvas a hablarle así.
Su madre enrojeció.
—¿"Así"? ¿Y cómo se le habla a alguien que se mete entre una pareja como un virus? ¡Es claro que es una maldita...!
—¡Basta! ¡Ella no se metió! ¡Yo la elegí!
La voz de Nathaniel se alzó en un potente bramido, retumbó en el techo alto e incluso a mí me estremeció los huesos. La tensión era palpable, tanto que era irrespirable. Y yo no pude soportarlo más; ninguno de ellos me agradaba, pero tampoco quería volverme motivo de disputa entre dos padres y su hijo.
—Esto no es lo que creen —intervine, buscando la forma de hablarles con la verdad.
El padre de Nathanniel me miró, severo.
—¿No lo es? Tu esposo abandonó a su mujer minutos antes de la boda. Desapareció. Nadie supo dónde estaba, hasta hoy, que al fin lo localizamos, solo para ver que se ha casado contigo.
Comencé a negar e intenté aclarar las cosas.
—¡No es así! ¡Nosotros solo nos casamos porque...!
Pero Nathanniel me cortó, tomando mi muñeca con una firmeza completamente nueva, acercándome a su costado.
—Ahora no —me habló autoritario por primera vez—. Deja las explicaciones para otro momento, por favor.
Quería decirlo todo, confesar a sus padres que ese matrimonio fue forzado a raíz de un accidente, para que no creyeran que yo había "cazado" a su hijo, pero la frialdad de la mano de Nathaniel, su tono de mando definitivo, sellaron mis palabras.
—Esta es mi esposa, es todo. Se dio así y listo. Si no pueden respetar mi matrimonio y felicitarme, lo mejor será que esta visita continúe en otro momento.
Siguió un breve silencio, que su madre rompió con un ultimátum entredientes:
—No vayas más lejos. Esto no puede durar, y tú sabes bien el porqué.
Sus padres, a medio insultar y atónitos, simplemente dejaron la mansión y solo quedó el eco de sus reproches flotando en el aire. Cuando la puerta se cerró, Nathaniel exhaló con un suspiro grave. Luego, mientras yo aún escuchaba cómo la camioneta arrancaba en el exterior, se giró hacia mí.
Su rostro comenzó a recuperar su serenidad habitual, pero sus ojos ardían, contenidos.
—Lo siento —murmuró al fin—. No quise enredarte en mis asuntos familiares.
Lo miré fijamente.
—¿Realmente lo hiciste? ¿Abandonaste a una mujer el mismo día que iban a casarse? ¿Hiciste eso por mí?
Él esbozó una sonrisa triste; sus dedos rozaron mi mejilla con una ternura protectora. Pero negó.
—No, no sucedió como piensas. Yo iba de camino a casarme cuando... nos encontramos tú y yo.
¿Qué? El pulso me latió con fuerza dolorosa y me puse blanca por completo. Aquella confesión era incluso peor para mí, porque significaba que yo sin querer frustré una boda planeada, rompiendo el corazón de otra mujer al quitarle al hombre con quien iba a casarse.
Y en lugar de casarse ella, lo hice yo.
—No debiste... —musité, con un gran remordimiento naciendo en mi conciencia.
Pero él me atrajo hacia su pecho, depositando la barbilla en mi cabeza.
—Lo que sacrifiqué, alianzas y promesas, lo hice con gusto. Nada fue tu culpa, sino la mía —a diferencia de mí, en su voz no había arrepentimiento, sino un orgullo solemne—. Ahora tú eres mi esposa, ¿importa cómo pasó?
—Pero esa chica...
—Ni siquiera éramos afines. El casarnos solo era otra forma de negociar. Lo que haya pasado con ella no nos interesa.
Un escalofrío me recorrió ante la frialdad y naturalidad en su forma de hablar de la mujer con quien estuvo a punto de compartir su vida. Con un gesto casi ritual, deslizó la mano por mi cuello, rozó mis labios con sus dedos y sonrió cuando nuestras miradas se encontraron.
—Tienes unos ojos fascinantes, Annastasia. Son recelosos, dulces, preciosos, como cristales temblando en una tormenta.
Agudicé la mirada, pero me ruboricé.
—¿Qué... ves cuando me miras? —la pregunta salió por sí sola.
—Veo lo que siempre quise tener.