Al salir de la casa de Luna, las dos subieron a un coche blindado, con Pedro, uno de los guardias, en el asiento del copiloto, y Barbosa al volante. Detrás de ellas, otro coche con dos escoltas seguía de cerca. Luna miró por la ventana, inquieta, mientras Miriã ajustaba la GX4 en la funda bajo el abrigo.
— Aún creo que no deberíamos salir hoy —murmuró Luna, los dedos inquietos jugando con la correa del bolso—. Más sabiendo el peligro que nos rodea.
Miriã soltó una risa corta, casi desdeñosa. —¡Bah, hermanita! No seas aguafiestas. Mira, tenemos tres escoltas. Además, creo que ese ruso idiota ni siquiera sabe que existimos. Deja la paranoia y vámonos.
Luna no respondió, pero la opresión en el pecho no desapareció. Sentía que algo estaba a punto de salir mal. El aire parecía denso, cargado de una tensión que no podía explicar.
Unas horas después, cuando ya volvían del centro comercial, la pesadilla comenzó. Cinco coches oscuros surgieron de la nada, rodeando su vehículo y el coche de