Gabriel todavía estaba de pie, con los ojos entrecerrados ante las palabras de Breno Ramírez. Sabía que su padre ocultaba algo importante, pero la respuesta tardaba, y su paciencia se agotaba.
—¿Por qué? —exigió, cortante.
Breno, encarando a su hijo, intentó decir algo:
—Gabriel, primero necesito…
—¿Pregunté por qué, señor Breno Ramírez? —repitió, la voz cargada de desconfianza—. Y no intente engañarme, no soy un investigador cualquiera. Reconozco mentiras a kilómetros de distancia. ¡Si inventa algo, lo sabré!
Breno suspiró, pasando la mano por su rostro arrugado. Levantó los ojos hacia su hijo, y un tono melancólico y ronco llenó su voz:
—Conoces mentiras, Gabriel… pero ¿serías capaz de reconocer la verdad si estuviera delante de ti?
Gabriel frunció el ceño, la rabia dando paso a una breve vacilación.
—¿De qué hablas, Breno?
El hombre se recostó en la silla de ruedas, un suspiro pesado escapando de él:
—La verdad, hijo… ¿Realmente quieres saberla? Estoy muriendo. Los médicos me diero