El silencio de su despacho era tan denso como el humo del habano que flotaba en el aire. Mikhail Baranov estaba recostado en su sillón de cuero negro, el respaldo inclinado hacia atrás con arrogancia y el brazo derecho descansando sobre el apoyabrazos, mientras sostenía un vaso de cristal con whisky escocés añejado por más de veinticinco años. El dorado del licor brillaba bajo la tenue luz del candelabro de hierro forjado que pendía del techo como si fuera el trono de un rey moderno.
Sus ojos azules impenetrables, estaban clavados en el informe que Alexandra Morgan había dejado sobre la mesa apenas una hora antes. Un simple contrato de inversión para el puerto de Vladivostok, redactado con precisión quirúrgica, visión estratégica y una seguridad que rayaba en la temeridad. Como si ella supiera moverse en aquel terreno con la misma destreza con la que caminaba entre los tiburones de Londres.
Pero no era el contrato lo que lo mantenía en silencio. Era ella.
La forma en la que Alexandra