El amanecer se alzaba sobre la isla con un resplandor dorado, filtrándose entre las nubes suaves que aún guardaban restos de la lluvia nocturna. El aire olía a sal, a flores frescas y a promesas nuevas. Desde el acantilado, podía verse la iglesia blanca que dominaba el horizonte: una construcción antigua, de piedra clara, con vitrales que atrapaban la luz como si fueran fragmentos de un amanecer eterno. Era el día de la boda de Mikhail Baranov y Alexandra Morgan, el día en que las almas cansadas del pasado finalmente encontrarían descanso.
Los invitados iban llegando poco a poco. La familia Morgan estaba completa. Alessandro Morgan, de porte imponente y mirada emocionada, aguardaba junto al arco principal. Vestía un traje gris perla y sostenía entre sus manos un pequeño ramo de flores blancas: las mismas que había llevado su esposa el día de su boda, décadas atrás. Los murmullos llenaban el aire con suavidad, como si nadie quisiera quebrar la serenidad del momento.
Dentro del recinto,