El aire dentro de la Mansión Dubrovskaya parecía cargado de veneno. La noche había caído sobre Moscú, oscura y silenciosa, como si la ciudad misma se preparara para ser testigo de una conspiración. Las luces tenues de la sala iluminaban a Veronika, que se encontraba sentada con la espalda recta en uno de los sofás de terciopelo carmesí. Sostenía una copa de coñac en una mano, mientras la otra descansaba sobre su regazo, inquieta.
Frente a ella, el imponente Vadim Dubrovsky —su padre— la observaba con esa mirada que tantos temían, la de un hombre que había construido su imperio entre cadáveres y silencios.
—Veronika —dijo finalmente, con voz grave—. ¿Qué está pasando?
Ella no fingió ignorancia. No podía hacerlo con su padre. Bajó lentamente la copa, y alzó la vista. Su mirada era un reflejo de fuego contenido.
—¿A qué te refieres exactamente?
—No soy estúpido —respondió él con frialdad—. Mikhail ha cambiado. Lo noto en su actitud, en la forma en que te responde, en cómo dirige la