EXTRA..
El sol se filtraba con suavidad a través de los ventanales de la villa frente al mar. La luz del amanecer se reflejaba en los suelos de madera clara, en el perfume tenue de las flores que Alexandra había dispuesto en jarrones, y en el murmullo sereno del mar que rompía a lo lejos. Aquel rincón del mundo, escondido en una isla fuera de los radares y las prisas, era el refugio de la familia Baranov.
Emilia daba sus primeros pasos aquella mañana. Entre risas y tambaleos, su diminuto cuerpo avanzaba de los brazos de Mikhail hacia los de Alexandra, envuelta en un vestido blanco con bordes de encaje que resaltaban la suavidad de su piel. Tenía los ojos de su padre: azules, serenos, con ese brillo que parecía contener todas las historias del mundo.
—Muy bien, mi pequeña princesa —murmuró Mikhail alzándola en brazos, con una sonrisa que le nacía desde el alma. La giró en el aire, y Emilia soltó una risita cristalina que llenó la casa de una alegría pura, casi sagrada.
Alexandra los observaba