El otoño había llegado con un silencio que hablaba por sí mismo. Las olas golpeaban la costa con suavidad, y el viento traía consigo el aroma de las hojas secas y del café recién hecho que se filtraba desde la cocina de la mansión. La Isla, aquella joya escondida del mundo, seguía siendo tan perfecta como el primer día que Mikhail Baranov la vio con los ojos de un hombre que había dejado atrás el infierno.
El mar, ese testigo inmutable de sus decisiones, se extendía ante la ventana de su despacho. Mikhail lo observaba en silencio, con las manos apoyadas sobre el escritorio de madera oscura. Habían pasado seis años desde que había cerrado el capítulo más peligroso y sangriento de su vida. Seis años desde que el nombre Baranov dejó de resonar en los rincones del Inframundo ruso.
Ahora, ese mundo se encontraba bajo el dominio de los propios políticos, que jugaban con las sombras como si fueran piezas de ajedrez. El Inframundo se había vuelto un tablero sin alma, sin la antigua sangre que