La nieve comenzaba a derretirse en las orillas del río Moskva cuando el automóvil negro de Alexandra avanzó por las avenidas grises de Moscú. El clima era más templado ese día, pero no por eso menos amenazante. En la capital rusa, incluso el aire parecía saber cuándo el equilibrio de poder estaba a punto de cambiar.
Alexandra, sentada en el asiento trasero, observaba los edificios pasar como si analizara una ciudad que ya empezaba a entender. Natalia, con una tablet entre manos, repasaba la agenda del día. —La reunión con el arquitecto fue confirmada. Y la visita a la planta de vidrio a las tres. Todo está en orden. —Perfecto —respondió Alexandra, distraída. Pero su mente no estaba del todo en la agenda. Todavía sentía la sombra de la conversación con Mikhail Baranov. Su voz. Su presencia. Sus ojos azules. Fríos como el invierno, pero… hipnóticos. Aún podía oír ese último susurro suyo: Bienvenida a Moscú. Esa bienvenida no había sido una cortesía. Fue una advertencia. Y una invitación. Una vez ya dentro de su Empresa, Alexandra revisaba los documentos, pero la concentración estaba lejos de ella, segundos después deja los documentos. La mujer se puso de pie lentamente, dejando atrás el respaldo mullido de su silla de cuero negro. El sonido de sus tacones resonó suave pero firme sobre el suelo de mármol pulido, hasta que se detuvo frente al gran ventanal de su oficina. Frente a ella, la ciudad de Moscú se extendía como un vasto tapiz blanco, cubierto por una nevada persistente que caía sin prisa, como si el tiempo mismo hubiese decidido ralentizarse. El vidrio empañado en las esquinas no lograba opacar la vista. Los copos de nieve descendían en espirales elegantes, girando en el aire helado antes de posarse sobre los tejados, los autos, los bulevares silenciosos. Desde esa altura, Moscú parecía un cuadro impresionista: las cúpulas doradas del Kremlin brillaban a lo lejos, apenas visibles bajo el velo blanco, y los bloques de apartamentos soviéticos se alineaban en perspectiva, grises, sólidos, inmutables. La ciudad parecía dormida, envuelta en ese invierno perpetuo que solo Moscú conocía. Las luces tenues de las farolas se reflejaban en la nieve fresca, creando pequeños halos de calor ilusorio en medio del hielo. A pesar del frío que todo lo cubría, había algo reconfortante en la escena: una belleza áspera, disciplinada, como la misma Alexandra, pero aquello solo era un disfraz, puesto que los copos de nieve pueden mancharse de sangre en cualquier momento, puesto que allí un demonio reposa con la Corona en la cabeza. Apoyó una mano en el cristal. Estaba helado, un contraste cortante con la calidez de su piel. Observó cómo la vida seguía abajo, pese al clima. Las siluetas encorvadas de los transeúntes se apresuraban entre bufandas y abrigos gruesos, dejando huellas breves que pronto desaparecían bajo la nevada continua. Moscú no se detenía. En el cielo, un tono gris perla dominaba el horizonte, sin rastro de azul. Las nubes bajas parecían pesar sobre los edificios, como si amenazaran con derramarse por completo. No había sol, pero Alexandra no lo echaba de menos. Para ella, el invierno moscovita no era solo una estación, era una forma de carácter. Había leído bastante de Rusia. Suspiró, profundamente. Afuera, la ciudad respiraba al mismo ritmo que ella: frío, pausado, decidido. En ese instante, Alexandra comprendió que Moscú era un reflejo de sí misma: dura, hermosa, solitaria y, sin embargo, había un monstruo entre ellos gobernandolos. Volvió la vista al interior de su oficina, sabe que estaba rodeada de peligro, que aquel camino estaba repleto de espinas y ella estaba decidida a caminar entre ellos. — ¿Vas a salir a almorzar o quieres que te pida algo para que lo hagas aquí? — De tan inmersa que estaba en sus pensamientos ni siquiera se ha percatado de que Natalia había entrado. — Prefiero hacerlo aquí, Natalia. — Claro, como lo desees, pero Alex ¿Estás bien? — Claro que si, quizás solo estoy un poco nostálgica, pero son sucesos que ocurren en la vida cotidiana. — ¿Piensas que venir a Rusia fue un error? — ¡No! — La determinación de Alexandra fue suficiente para Natalia. — Nunca lo haría, estoy segura de que he nacido para estar aquí. — Bien, ya no te molesto con preguntas. — No seas exagerada, no son molestias. — De todos modos me retiro — Natalia sonríe y posteriormente abandona la oficina. El día había continuado y culminado para Alexandra quizás de una manera tranquila, todo lo opuesto para Mikhail Baranov. Moscú, 3:17 a.m. Las calles aún respiraban el aliento gélido de una ciudad que nunca duerme del todo. La nieve comenzaba a caer en copos pesados, fundiéndose apenas tocaba el pavimento húmedo. Bajo la escasa luz de los faroles, una figura avanzaba por el bulevar Tverskaya como una sombra viva: elegante, letal, inconfundible. Mikhail Antonov. Traje negro a la medida, abrigo largo de lana italiana ondeando con el viento. Botas lustrosas sin una sola mancha. Guantes de cuero negro ajustados, como si fueran parte de su piel. Su andar era pausado, preciso, y sin embargo, cada paso tenía el peso de una amenaza no pronunciada. En su rostro, una calma absoluta, demasiado serena para alguien que ha crecido entre sangre y traiciones. A su lado, uno de sus hombre de confianza, Dimitri, mientras que en una camioneta a una distancia bastante lejana iba Viktor para protegerte las espaldas de su Jefe. Dimitri observaba el entorno como un halcón, pero sabía que esa noche Mikhail quería caminar solo. Moscú necesitaba recordar quién era el dueño. Y no bastaba con los susurros en las calles ni con los sobres cerrados que se deslizaban bajo mesas en los cafés de Gorky Park. No. Esta vez, debía verlo con sus propios ojos. En la esquina de Kamergerskiy Pereulok, dos autos negros aguardaban con motores encendidos. Dimitri abrió la puerta trasera del primero, pero Mikhail levantó una ceja. —No. Caminaremos. —Señor, la nieve... —No hay nieve que cubra mi ciudad — Dimitri asintió, sabía que Alexandra Morgan era el causante de esto y Mikhail debía de asegurarse de que tenia el control absoluto aún. Siguió adelante. Pasaron frente al Teatro Bolshói, sus luces apagadas, y luego por la estatua de Marx, donde un grupo de hombres discutía acaloradamente al pie del monumento. Uno de ellos, con una botella en mano, levantó la vista al verlos pasar. Era joven, probablemente nuevo en el juego, uno de esos gánsteres que querían hacer carrera sin saber las reglas. —¡Eh! —gritó el chico, dando un paso hacia Mikhail—. ¿Tú eres Karim? Creí que eras más grande. Más... intimidante. Los otros callaron de inmediato. Se hizo un silencio denso como el aire antes de una tormenta. Mikhail se detuvo sin voltear. Solo un segundo. Luego giró con lentitud. Su mirada — era una mezcla del gris y del azul en ese momento — se clavó en el rostro del insolente. Dio un paso, luego otro. No alzó la voz. No aceleró el paso. Pero con cada metro, el muchacho retrocedía, como si un lobo se le acercara en la oscuridad. —¿Sabes cómo se llama este lugar, chico? —preguntó Mikhail cuando estuvo frente a él—. Esta estatua. Este parque. Esta ciudad. ¿Sabes de quién es? —D-de Rusia... —balbuceó el joven, tragando saliva. —Incorrecto. De su abrigo sacó un cuchillo corto, negro, sin brillo. Con movimientos pulcros, lo acercó al cuello del joven sin tocarlo siquiera. Solo el aire helado entre la hoja y la piel. —Cada calle. Cada callejón. Cada trato que se cierra o se rompe. Cada cuerpo que desaparece en el río Moscova. Todo. Me pertenece. Y si crees que puedes abrir la boca en mi presencia sin permiso, entonces no sabes dónde estás parado, y déjame Presentarme, soy Mikhail Baranov. El chico gimió, había escuchado de Mikhail, pero nunca lo habia visto, mucho menos se imaginaba que el poderoso y peligroso hombre recorreria las calles de madrugada. Temblaba. Mikhail volvió a guardar el cuchillo, acomodándose el abrigo con elegancia, y le dio una palmada en la mejilla. —La próxima vez, inclínate, y te dejo vivir para que aprendas a respetar y para que la próxima vez que te vea, beses el suelo donde piso, pero después de eso olvídate del mundo porque te mataré. Sin más, giró sobre sus pasos. Sus zapatos no hacían ruido sobre la nieve. Dimitri exhaló despacio; no por miedo, sino por respeto. Había visto a Mikhail desmembrar hombres con los mismos guantes que ahora usaba para encender un cigarro. — Tal parece que viene a buscar oportunidades — Expuso Dimitri, mientras seguían caminando hacia la estación de Lubyanka. —Uno más. Habrá muchos como él. Creen que Moscú es tierra de oportunidades — Su respuesta ya era indirectamente para Alexandra Morgan. —¿Y no lo es? Mikhail sonrió, sin calidez. —Claro que lo es. Pero las oportunidades... me pagan a mí primero. Al llegar a un antiguo edificio administrativo, una figura los esperaba en la entrada. Era Oksana, la encargada de las rutas por el oeste de la ciudad. Piel de porcelana, mirada de hielo, y una cicatriz delgada cruzando el labio inferior. Le entregó una carpeta con documentos sellados y habló en voz baja. —Tenemos problemas en Butovo. Un tal Sergei, se niega a pagar por el transporte. Mikhail hojeó los papeles. Luego alzó la mirada hacia el cielo cubierto. —¿Dónde está ahora? —En el club Krasnaya Luna. Bebe como si el invierno no fuera a volver. —Dimitri. —Sí, señor. —Llévalo al bosque. No lo mates. No todavía. Que sienta el frío en la carne. Luego me llamas. —¿Y si se resiste? Mikhail se detuvo de nuevo, quitándose el guante derecho con lentitud. Portaba un reloj antiguo, pero elegante, su postura llena de jerarquía, sangre derramada—. Cerró el puño, luego se lo volvió a cubrir. —No hay "si" en Moscú. Caminaron hasta desaparecer entre la bruma nocturna, dejando solo huellas en la nieve que pronto serían borradas por el tiempo, como los nombres de aquellos que desafiaron al amo de la ciudad.