CINCO

El sol apenas se alzaba sobre Moscú cuando Alexandra se dispuso a dejar el restaurante. El desayuno con Antonov había concluido de manera impecable: sonrisas, acuerdos velados, posibles alianzas. Pero mientras descendía las escaleras de mármol blanco, Natalia se le acercó con el ceño fruncido.

—Nos han detenido —susurró, sin alzar la voz.

—¿Qué? ¿Quién? — Alexandra se sorprende.

Natalia tragó saliva. La respuesta era innecesaria. Alexandra lo supo de inmediato al ver la reacción de Natalia.

—Orden directa del Petrov Palace —dijo un miembro del personal del restaurante, acercándose con una reverencia forzada—. El señor Baranov solicita una audiencia. En el área VIP. Ahora.

Por un instante, el aire pareció congelarse. Alexandra no respondió de inmediato. Su espalda se mantuvo recta, su expresión impasible. Pero un leve escalofrío recorrió su columna. No de miedo, sino de conciencia. Sabía lo que significaba ser llamada por Mikhail Baranov. Muy pocos podían negarse. Y ninguno salía ileso.

—Dile que voy —respondió finalmente.

Fue escoltada en silencio por dos empleados, atravesando los pasillos interiores del restaurante. Natalia se quedó atrás, observando con ansiedad. La puerta de cristal oscuro se abrió lentamente… y allí estaba él.

Mikhail Baranov, sentado con la espalda perfectamente recta, el cuerpo relajado pero con una tensión invisible en cada músculo. La luz matutina atravesaba la cortina, perfilando su rostro como una escultura tallada en mármol. Traje azul profundo, camisa blanca, reloj de platino al descubierto, y esos ojos azules, brillantes como hielo bajo fuego, clavados en ella desde el primer segundo.

Alexandra sintió que el aire cambiaba dentro de la habitación. No por el perfume caro ni por el lujo del entorno. Sino porque él estaba allí, esperándola.

No había cortesía en su mirada. Había juicio.

Ella cruzó la sala sin prisa. Cada paso suyo era una declaración. Cada movimiento, calculado. Se detuvo frente a él y sostuvo la mirada con firmeza. Su cuerpo, aunque entrenado en diplomacia, tembló internamente por primera vez. Pero no lo demostraría.

—Señor Baranov —saludó, con voz baja, elegante—. No esperaba verlo esta mañana.

—Señorita Morgan —respondió él, su voz tan grave y precisa que parecía esculpida palabra por palabra.

Era una voz que no necesitaba elevarse para mandar. Cada sílaba pesaba como plomo. Su tono era contenido, pero detrás de esa calma latía el poder de un hombre que nunca necesitaba gritar para ser obedecido.

—¿Desea sentarse? —añadió, sin apartar la vista.

Alexandra asintió levemente y se sentó frente a él, sin perder la compostura. Un leve temblor en sus dedos fue reprimido al instante. Mikhail lo notó. No lo mencionó.

—Me pareció curioso que eligiera precisamente este restaurante —comentó él, cruzando las manos sobre la mesa de cristal.

—Es el mejor de Moscú. ¿Acaso no lo merece el socio que vine a ver?

Una chispa cruzó los ojos de Mikhail. Admiración disfrazada de desdén.

—¿Y a cuántos más piensa “ver”, señorita Morgan? —preguntó—. ¿Cuántos desayunos, almuerzos, cenas… hasta que decida que esta ciudad le pertenece?

—No vine a reclamar nada —respondió Alexandra, su tono calmo, pero firme—. Vine a ofrecer inversión. Morgan Enterprises tiene una política clara: crecer donde hay terreno fértil.

—¿Moscú le parece fértil?

—Me parece fuerte. Estratégica. Rica en oportunidades.

Hubo un instante de silencio. Mikhail se inclinó hacia adelante. Sus ojos azules, fríos pero analíticos, examinaron cada facción de su rostro. Alexandra sostuvo la mirada, sin retroceder. Pero en su nuca, la piel se erizó. Era como ser observada por una fuerza que no buscaba herirla… sino desarmarla.

—Ha dado respuestas muy bien ensayadas esta mañana —murmuró él—. Antonov parecía encantado.

—Su gente me observa con cuidado, señor Baranov. Me pareció prudente no decir nada que pudieran malinterpretar.

Una sonrisa leve cruzó los labios de Mikhail. No de alegría. Sino de respeto contenido.

—¿Y qué busca, exactamente, en Moscú?

Alexandra no titubeó.

—Lo mismo que le dije a mi socio: oportunidades legítimas. Expansión comercial. Inversión estratégica. Con respeto a las reglas locales.

—¿A las reglas… o al hombre que las dicta?

La tensión creció como una cuerda tirante entre ellos.

—Ambas —respondió Alexandra, sin bajar la mirada.

Mikhail se reclinó en su asiento. La media sonrisa seguía en sus labios, pero sus ojos seguían sin suavizarse. Eran como el mar antes de una tormenta: tranquilos, pero profundamente peligrosos.

—¿No le teme a este lugar? —preguntó.

—No. Me he criado entre hombres poderosos. La diferencia es que, por primera vez, uno me mira como si fuera su enemiga.

—¿Lo es?

—Eso lo decide usted.

Un silencio denso volvió a posarse sobre la sala. La tensión era casi física, como si el aire se hubiera vuelto electricidad. Alexandra sintió una corriente recorrerle la espalda, helada, como si un presagio invisible le hubiera tocado la piel. Pero su rostro permaneció sereno.

Mikhail se levantó lentamente. Caminó hacia la ventana, observando Moscú con manos en los bolsillos. Luego, sin mirarla, habló.

—Mi ciudad tiene memoria. Y sangre en las grietas. No todos están hechos para soportarla.

Se giró hacia ella. Esa mirada azul, afilada como cuchilla, volvió a atraparla.

—Espero que no se arrepienta, señorita Morgan.

Alexandra se puso de pie también. Su cuerpo respondía con una tensión que no conocía, pero su expresión no lo mostraba.

—No acostumbro a arrepentirme, señor Baranov.

Él se acercó un paso más. No la tocó. No lo necesitaba. Su sola presencia bastaba para hacer temblar el mundo.

—Entonces… bienvenida a Moscú.

Cuando Alexandra salió del área VIP, Natalia corrió hacia ella.

—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.

Alexandra no respondió de inmediato. Miró una vez más hacia atrás, hacia la puerta cerrada, y luego inhaló profundamente.

—Sí… pero nunca había estado en un tablero tan peligroso.

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