TRES DÍAS DESPUÉS
Alexandra no había vuelto a saber de Mikhail, no obstante, sentía la presencia de sus vigilantes, ella sabía que Mikhail Baranov habían ordenado que ella estuviera vigilada las 24 horas del día, pero Alexandra Morgan estaba decidida a demostrar que los negocios de ella y él eran totalmente opuestos. Pero aquella tarde mientras revisaba planos en el salón privado de la mansión Orlova, Alexandra recibió un sobre cerrado sin remitente. Lo dejó sobre la mesa sin abrirlo de inmediato. Con los dedos aún manchados de tinta azul por las correcciones, al fin rompió el sello. Dentro, una hoja de papel de alto gramaje. Solo una línea escrita a mano, con caligrafía precisa: “El Teatro Bolshói espera su presencia esta noche.” Nada más. Pero no hacía falta una firma. Era una orden disfrazada de invitación. Mikhail Baranov. Alexandra permaneció inmóvil unos segundos. El Bolshói no era cualquier lugar. Era el templo cultural de Rusia. Y no era habitual que se utilizara para reuniones privadas. Si él la citaba allí, significaba una sola cosa: quería verla en un escenario donde nadie pudiera intervenir. Entre tanto. La luz de las lámparas estaba atenuada. Solo el resplandor del fuego en la chimenea iluminaba las paredes barrocas del salón secundario de la Mansión Baranov. Afuera, el día era una cortina impenetrable. Adentro, reinaba un silencio táctico, de esos que anuncian que algo importante está por decirse. Una mujer se encontraba sentada en una silla Luis XV, vestida con una bata de satén negro, las piernas cruzadas, un cigarro largo entre los dedos y una copa de vino tinto casi intacta sobre la mesa. La escena podría haber sido una pintura, si no fuera por la chispa peligrosa que ardía en sus ojos. —Habla —ordenó sin mirarlo, apenas percibiendo la silueta del hombre que había entrado con sigilo. El subordinado, un hombre mayor de rostro curtido, con el abrigo aún empapado por la lluvia, se inclinó levemente antes de hablar. —Mi señora, el informe está completo. Directiva Baranov activó vigilancia sobre la señorita Alexandra Morgan desde el día de su llegada a Moscú, es Inglesa. La mujer exhaló el humo con elegancia, sin alterar su postura. —¿Quién se lo pidió? —Él, directamente. Señor Baranov no confió la tarea ni a Dmitri o a Viktor, fue ejecutada por orden interna, sin registros oficiales. —¿Y qué encontraron? El hombre sacó una carpeta de cuero negro. Se la tendió con cuidado. Ella no la tomó de inmediato. Solo la miró. Luego, como si acariciara un arma, deslizó los dedos sobre el borde antes de abrirla. Las primeras páginas eran datos básicos: nombre completo, pasaporte, nacionalidad, historial académico, inversiones, conexiones. Todo absolutamente limpio. Casi demasiado limpio. —¿Una fachada? —preguntó ella. —No, mi Señora. No hay fachada. Todo es real. Morgan Enterprises es legítima, sólida, y con vínculos históricos con la realeza británica. Sin antecedentes oscuros. Ni siquiera un escándalo menor. Ni una multa. —Perfecta —murmuró con una sonrisa amarga. Pasó la página. La siguiente sección incluía fotografías: Alexandra bajando del avión, Alexandra saludando a funcionarios rusos, Alexandra en el restaurante con Antonov, en el mismo lugar en donde estaba Mikhail. Entonces ella entrecerró los ojos. —¿Teatro? —Cita privada. Cerrarán el Bolshói para ellos. Ningún miembro del equipo de seguridad podrá escuchar la conversación. Pero la invitación fue escrita a mano por el Señor Baranov. Confirmada por personal interno. La mujer no respondió. Solo dejó la carpeta sobre la mesa y se levantó lentamente. Se acercó a la ventana, apartó la cortina con delicadeza y observó los jardines sumidos en la niebla. —Mikhail nunca cerró un teatro para mí. Nunca. —Señorita… Ella alzó una mano, deteniéndolo. —¿Quién más lo sabe? —Nadie. Solo usted y yo. Ella apoyó una mano en el cristal frío de la ventana. —Mi padre aún cree que algún día seré Baranov de apellido. ¿Verdad? —Él cree que usted ya lo es —respondió el hombre con respeto. —Entonces es hora de demostrarle que sé cuidar lo que creo mío. Se volvió, su rostro impecable y helado. —Quiero que vigiles sus movimientos. No la presiones. No la toques. Solo… observa. Si esa mujer está aquí por negocios, que haga negocios. Pero si da un paso más cerca de lo que no le pertenece… quémala. —¿Y el Señor Baranov? Ella suspiró, como si esa pregunta le molestara. —Mikhail es un lobo. Los lobos huelen la sangre. Y esa mujer… no sangra. Todavía. Pero si se acerca demasiado a su corazón, haré que recuerde quién soy. El hombre asintió y salió sin hacer ruido. La mujer se acercó a la carpeta de nuevo, la abrió en una página donde Alexandra aparecía sonriendo. Sonrisa real, postura perfecta. Belleza serena. La observó largo rato. —Te ves perfecta, Alexandra Morgan —susurró con dulzura venenosa—. Pero la perfección no gana este juego. La ambición sí. La mujer exhaló el humo con lentitud, observando la chimenea como si allí ardieran sus pensamientos. El cigarro aún encendido colgaba de sus dedos perfectamente esmaltados. Con un gesto lento y elegante, lo arrojó al fuego. Las llamas chispearon, pero no tanto como sus ojos. Había celos en su mirada, oscuros como el vodka que corre en funerales rusos. —Esa empresaria inglesa... —murmuró con veneno en la voz—. Alexandra Morgan no sabe en qué mundo se ha metido. Caminó hacia el escritorio, tacones resonando como disparos en mármol. Tomó un bolígrafo de plata con el monograma de Mikhail y lo sostuvo un instante. Luego, con frialdad calculada, lo partió en dos. —Así la voy a destruir —dijo con una sonrisa gélida—. Y si cree que puede quitarme a Mikhail, tendrá que derramarse sangre. La suya, si es necesario. Sus labios se curvaron apenas. —La única Señora Baranov seré yo. Una inglesa jamás podrá con una rusa. El fuego devoraba el cigarro, y en los ojos de aquella mujer ardía algo más antiguo y peligroso: amor, mezclado con ambición. Una mezcla mortal.