La noche en Barcelona había descendido como un suspiro, envolviendo la ciudad con una calidez húmeda y dulce. Desde el balcón de la Residencia Fort, la ciudad vibraba suavemente, como si el pulso de su historia milenaria se deslizara entre las calles estrechas y los tejados dormidos. Los faroles dibujaban luces doradas sobre el empedrado, y a lo lejos, el mar susurraba su canción de espuma, calma y deseo.
Alexandra estaba sentada en una de las sillas de hierro forjado, las piernas cruzadas, la espalda recta, pero el alma un poco inclinada hacia las memorias. Llevaba puesto un vestido ligero, blanco, que el viento juguetón acariciaba con la misma devoción con la que le removía el cabello. La luna, apenas oculta por una delgada capa de nubes, parecía querer escuchar los secretos que se cocinaban en su pecho.
Los murmullos de los niños dormidos se habían apagado en el interior de la casa. Todo estaba en calma. Solo quedaba el crujido ocasional de la madera bajo los pies y el rumor leja