El vehículo blindado atravesó los portones de hierro de la Residencia Baranov a toda velocidad. Las luces del amanecer apenas comenzaban a asomarse, y el silencio que cubría la inmensa mansión solo era interrumpido por el eco de los neumáticos desgarrando el suelo húmedo. Sin esperar a que alguien abriera la puerta, Mikhail descendió del coche y se adentró en el vestíbulo con pasos decididos, agresivos.
Su abrigo negro ondeaba tras él como la sombra de un cuervo dispuesto a desgarrar el mundo. El mayordomo intentó hablar, pero Mikhail alzó una mano, ordenando silencio sin mirarlo siquiera. Sus botas resonaron en el mármol blanco hasta que llegó a su despacho, abrió la puerta de golpe y la cerró con la misma fuerza.
Y entonces, el silencio volvió. Un silencio espeso, como el preludio de una tormenta.
Mikhail se quedó de pie unos segundos, apretando la mandíbula. Luego, sin previo aviso, su puño chocó contra la pared junto a la biblioteca de roble. Un golpe seco. La pintura se res