La tarde avanzaba en el refugio improvisado del club Le Diable. Enzo estaba en la sala principal, enfocado en la pantalla de su computadora, con los dedos moviéndose rápidamente sobre el teclado mientras analizaba información. Alrededor de él, el ambiente era relajado, aunque cargado de comentarios y risas de los demás que intentaban distraerse del encierro: Roberto, Nahuel, Amadeo, Gustavo, Alan, Joel, Facundo, Andrés, y algunas de las mujeres que acompañaban a los socios. Rita e Isis permanecían cerca, observando con evidente fastidio la dinámica.
Amatista entró en la sala con un aire despreocupado, sosteniendo un par de frascos de aceites en sus manos. Caminó directamente hacia Enzo y, con una sonrisa juguetona, anunció:
—Bueno, Enzo, prometí masajes. Aquí estoy.
Enzo levantó la vista de su computadora, ligeramente desconcertado. Su mirada se posó en los frascos que llevaba y luego en su rostro.
—¿Aquí mismo? —preguntó con incredulidad.
Amatista asintió con firmeza, pero su tono er