La sala de juntas del exclusivo club privado era un recinto de madera oscura, cuero envejecido y retratos de hombres severos que parecían observar desde las paredes con desaprobación eterna. El aire, normalmente cargado de humo de puro y la tensión silenciosa de las grandes apuestas, hoy estaba quieto, expectante. Los cuatro hombres sentados alrededor de la mesa de caoba —Mateo, Paolo, Massimo y Emilio— no eran socios cual quiera. Eran los pilares, las extensiones de la voluntad de Enzo Bourth. Y hoy, sentían que la tierra bajo esos pilares se estaba moviendo.
Enzo entró sin ruido. No llevaba la habitual chaqueta de diseño, sino un traje oscuro y sencillo. Su presencia, sin embargo, llenó la habitación con la misma intensidad de siempre. Se sentó a la cabecera de la mesa, sus manos sobre la superficie pulida, y los miró uno por uno. No había ira en su rostro, ni la impaciencia feroz que a menudo mostraba. Había una calma resuelta, casi serena, que de alguna manera era más inquietante.