Cinco años. El tiempo, que una vez fue un látigo de angustia, se había transformado en el más gentil de los ríos, tallando suaves recuerdos en la tierra fértil de sus vidas. La Mansión del Campo no era ya un refugio, sino el corazón mismo de su universo, un lugar donde cada grieta de sus almas había sido sellada con amor y paciencia.
El amanecer en las colinas era un espectáculo que nunca dejaba de conmover. Los primeros rayos del sol doraban la bruma que se aferraba a la superficie del lago y pintaban de color los robustos muros de la casa. En el jardín, el rocío brillaba como diamantes sobre el césped, y el aire, limpio y vibrante, llevaba el aroma de la tierra húmeda y los pinos.
Enzo Bourth, de pie en la amplia terraza de piedra, respiró ese aire profundamente. En su mano sostenía una taza de café humeante, pero su atención estaba completamente capturada por la escena que se desarrollaba ante él. El jardín era un campo de batalla de risas y carreras.
Felipe, ahora con siete años,