La paz dentro del ala este de la Mansión Bourth era una burbuja dorada, pero las burbujas, por naturaleza, son frágiles. La noticia del regreso de Amatista y, sobre todo, la revelación de la existencia de un heredero varón cuya salud era un secreto a voces, no pudieron contenerse por mucho tiempo en un mundo donde la información era una mercancía tan valiosa como la cocaína o las armas.
El primer indicio de la tormenta que se cernía sobre ellos fue la llamada de Mateo. Enzo estaba en el jardín interior, ayudando a Amatista con los ejercicios respiratorios de Felipe, una escena doméstica que se había vuelto preciosa y rutinaria. El tono de su teléfono, un zumbido discreto pero insistente, cortó el momento. Al ver la identificación, su expresión se endureció ligeramente.
—Déjenme atender esto —dijo, llevándose el dispositivo a la oreja y alejándose hacia el interior—. Dime, Mateo.
La voz al otro lado era calmada, pero la urgencia era palpable.
—Enzo. Tenemos un problema. Varios problema