Dos años. Veinticuatro meses que se habían deslizado con una suavidad que antes les hubiera parecido un sueño inalcanzable. En la Mansión del Campo, el tiempo no se medía en guerras o negocios, sino en las estaciones que pintaban los bosques, en los centímetros que crecían los niños y en la paz que se había arraigado tan profundamente que era el latido mismo de la casa.
El jardín, ese mismo que había sido testigo de sus primeros pasos titubeantes como familia reconstruida, estaba transformado. No con la opulencia de su primera boda, sino con una belleza silvestre y personal. Guirnaldas de flores campestres —margaritas, lavanda y nomeolvides— colgaban entre los árboles, y los asientos para los pocos invitados eran simples bancos de madera dispuestos en semicírculo frente a un arco adornado con enredaderas. El sol de la tarde bañaba todo con una luz dorada y benévola.
Amatista se miró en el espejo de su habitación. No llevaba blanco. El blanco pertenecía a la novia ingenua de hacía cinc