Aleckey, Asher, Calia y Luz llegaron al corazón del territorio de Dimitri. El aroma a tierra húmeda, pino quemado y sangre vieja impregnaba el aire. En la puerta principal de la mansión, se encontraba Sitara, con su cabello oscuro trenzado cayendo sobre una capa de cuero rojo sangre, y esa sonrisa ladeada que era todo un poema de desafío y poder.—Has tardado, Aleckey —dijo con esa voz que podía acariciar o desgarrar, según su humor—. Pensé que el rey de las nueve manadas sabría llegar más rápido a todas... o quizás —añadió con una mueca divertida— no me viste como una mujer leal.El rey alfa no respondió enseguida. Se limitó a mirarla en silencio, como si pudiera leer directamente su alma. Sitara, lejos de achicarse, sostuvo su mirada con arrogancia feroz.Fue Roan quien rompió la tensión. Avanzó hasta quedar frente a su amigo y, con un gesto de respeto, se inclinó levemente.—Alfa —gruñó, su voz cargada de determinación—. Estamos listos. No habrá misericordia contra los traidores.
Apenas el sol asomaba en el horizonte cuando el vasto campo de entrenamiento del territorio de Dimitri se llenó de movimiento. Lobos en sus formas humanas afilaban dagas de punta de plata, ajustaban armaduras de cuero, contaban flechas forjadas en el mismo material. Hombres y mujeres jóvenes, endurecidos por años de entrenamiento, ahora se alistaban para una guerra de la que muy pocos, quizás, regresarían.Cuatro de las manadas que Aleckey había visitado la de Tybalt Stormfang, Toren Blackbrook, Calyx Fenraven y Cohen, quien ahora lideraba la manada del noreste habían respondido al llamado. Cada una había enviado entre diez y quince de sus mejores lobos. Además, Sitara, siempre astuta y peligrosa, había traído consigo a sus diez guerreros más letales, liderados por Roan.La fuerza de Aleckey crecía. Un centenar de guerreros se alzaban ahora en nombre de su rey caído y resurgido, dispuestos a dar su vida por él.Desde una terraza elevada, Calia observaba todo, envuelta en una capa grue
Un bajo gemido escapó de los labios de Calia al momento de alcanzar su orgasmo, seguido minutos después por el rey alfa, quien dejó pequeños besos esparcidos por su cuello, reconociéndola como suya en cada roce. Se recostó junto a ella, sintiendo cómo Calia, buscando su calor, acomodaba su cabeza sobre su fuerte torso, dejando que el sonido firme y constante de su corazón la arrullara.El amanecer llegó demasiado pronto. Un golpe suave en la puerta los sacó de su momento íntimo.Calia deseó, con todo su ser, poder quedarse allí, aferrada a su calor, a su vida, lejos del mundo que pedía sangre, pero no había lugar para sueños dulces aquel día.El rey alfa la envolvió con su brazo, como si pudiera detener el paso del tiempo sólo con su abrazo. Abrió los ojos dorados, centellantes en la penumbra, y la miró durante unos segundos antes de hablar.—Es hora —murmuró.La palabra cayó como una piedra en el silencio.Ambos se levantaron sin prisas, vistiéndose en un ritual casi solemne. Calia
Draven tenía a Aleckey sujeto con sus fauces, presionando con fuerza brutal el cuello del rey lobo. La sangre corría entre sus mandíbulas, y un gruñido triunfal retumbaba en su garganta. Aleckey, atrapado, sus patas arañaban el suelo buscando espacio, buscando aire... buscando una oportunidad.El rey no le quedó más de otra que regresar a su forma humana, y con sus palmas abierta, descargó toda la furia contenida. Una oleada de energía abrasadora golpeó de frente a Draven, y un rugido agónico rasgó el cielo, ya que Aleckey había quemado con su magia la mitad del rostro de su hermano, arrancándole la carne, dejando hueso al descubierto, tiznando su pelaje de rojo y negro.Draven retrocedió tambaleándose, soltando un aullido de furia y dolor, y cayendo sobre sus patas, tratando de sacudirse las llamas invisibles que devoraban su carne.Aleckey, por su parte, cayó de rodillas, jadeando, su cuerpo temblando de esfuerzo y dolor. Estaba desnudo, cubierto de heridas abiertas, sangre seca y n
Draven, estaba iluminado por la luz que se colaban por los árborles, sus heridas abiertas, la sangre que goteaba en el barro húmedo, el vapor que salía de su hocico cada vez que jadeaba. Su forma lobuna estaba destrozada: la mitad del rostro quemado por el poder de Aleckey, una oreja desgarrada, la piel del flanco abierta por el roce de garras. Apenas podía mantenerse en pie, y sin embargo corría. No por honor. No por venganza.Corría para no morir, como todo un cobarde.El crujido de ramas bajo sus patas fue lo único que lo alertó, y fue demasiado tarde.Un silbido cortó el aire. Algo metálico brilló en la penumbra y de pronto, una red gruesa cayó sobre él como un telón de muerte, Draven sintió el ardor en la piel incluso antes de tocar el suelo. Plata. No era cuerda común, ni una simple trampa. Era un artefacto hecho para capturar a hombres lobos.Draven aulló, una mezcla de furia y dolor, cuando el metal ardiente le perforó el lomo. Intentó incorporarse, pero otras redes cayeron so
En el centro del claro, sesenta y cinco cuerpos cubiertos por mantos oscuros yacían en fila, cada uno con una flor blanca sobre el pecho. Guerreros, todos caídos en la guerra por liberar el reino del dominio de Draven.Aleckey observaba en silencio. Vestía un pantalón de cuero y su capa de piel de oso. En su cabeza, una corona de oro blanco con un único zafiro, enorme e imponente. Su cabello rojo estaba trenzado hacia atrás, y su ojo único brillaba con la intensidad de un lobo en la oscuridad. El otro permanecía cubierto por una tela oscura, un recuerdo perpetuo de la batalla que casi le costó la vida.La luna, Calia, se mantenía detrás, envuelta en una capa gris que ocultaba su figura delgada tras el parto. Su hijo estaba en brazos de Luz, y aunque intentaba mantener la compostura, su alma temblaba por dentro. A su lado, Aria y la luna de Calyx ofrecían oraciones en voz baja, entrelazando los dedos por respeto.—¿Estás listo? —preguntó Asher, cruzando el campo para posicionarse junto
Calia no había pegado el ojo. Seguía sentada en el borde de la cama, con los pies descalzos sobre el suelo frío, abrazando con cuidado al pequeño Zadkiel, que dormía profundamente en su regazo. Cada cierto tiempo, ella lo alzaba, lo besaba, olía su coronilla, buscando consuelo en la inocente presencia de su hijo, como si eso bastara para no derrumbarse tras el rechazo cruel de Aleckey.El golpe en la puerta fue suave, respetuoso.—¿Luna Calia? —dijo una voz femenina al otro lado—. Soy la doctora Mirea, enviada por orden del rey para revisar al cachorro.Calia respiró hondo, tratando de recomponerse. Se levantó, aún vestida con la bata sencilla que usaba para dormir, y abrió la puerta.La mujer que esperaba del otro lado tenía el cabello recogido en un moño apretado, gafas redondas y una bolsa de cuero colgando de un hombro. Su expresión era amable, pero profesional.—Buenos días, doctora. Pase —dijo Calia con la voz baja, apartándose para dejarla entrar.La doctora Mirea inclinó la ca
—Levántate —ordenó el rey alfa con voz grave, sin rencor.El calabozo estaba sumido en un silencio sepulcral, apenas interrumpido por el goteo intermitente del agua que caía desde las grietas del techo. El hedor era insoportable: tierra húmeda, excremento, sangre seca. La luz de la antorcha proyectaba sombras temblorosas contra los muros de piedra, y entre esas sombras, un hombre encorvado apenas respiraba. Taylor, cubierto de lodo, orina y su propia desesperanza, alzó apenas el rostro al oír los pasos que se acercaban. Sus ojos, hundidos, eran pozos de oscuridad.Gimió al incorporarse. Las costillas se marcaban bajo su piel, los labios estaban partidos, y los nudillos cubiertos de costras y mugre. Apenas podía mantenerse en pie… y entonces la vio.Isolde.De pie junto a Aleckey, con lágrimas deslizándose por sus mejillas, sostenía un pequeño bulto envuelto en mantas. Su hijo. El cachorro que jamás había tocado.Taylor sintió que el aire lo abandonaba. Sus ojos se clavaron en el peque