En el balcón del ala norte, Aleckey se mantenía de pie, las manos apoyadas en la baranda fría, con su ojo fijo en el bosque que se extendía más allá. El silencio a su alrededor era casi absoluto, salvo por los pasos tranquilos de Andras que se aproximaban desde el corredor.
—¿No duermes? —preguntó el guerrero, cruzando los brazos mientras se detenía junto a él.
—Tampoco tú —respondió Aleckey sin mirarlo.
Ambos quedaron en silencio unos segundos, compartiendo el peso de una calma tensa. El aire olía a resina y tierra húmeda.
—Calia se ha ganado a la manada —dijo Andras al cabo de un rato—. Los betas la respetan. Los jóvenes la admiran e incluso los ancianos han dejado de mirarla con recelo, y se inclinan al verla.
—Lo sé —respondió Aleckey, sin desviar la mirada del bosque.
—¿Y tú?
El rey apretó la mandíbula. Un músculo le latía en la sien.
—No es tan sencillo para mí.
Andras asintió, paciente.
—La viste transformarse. Sobrevivir. Proteger a tu hijo. Matar a Astrid. ¿Qué más necesitas?