El sudor le corría por la espalda a Calia mientras caía sobre una rodilla, jadeando. Sus músculos ardían, la piel le picaba con un hormigueo persistente y su loba interior, Jezebel, se revolvía, pidiendo salir.
—Una vez más —ordenó la entrenadora, una loba veterana de mirada dura y voz rasposa—. No controles el cambio, luna. Déjalo fluir.
Calia apretó los dientes y se incorporó con esfuerzo. La tierra bajo sus pies olía a savia, sangre antigua y humedad. Sus sentidos estaban más agudos que nunca: escuchaba el crujir de las hojas a metros de distancia, sentía el pulso de cada criatura a su alrededor… y podía oler la impaciencia de Jezebel como si tuviera vida propia.
La voz antes era eso. Una simple consciencia que podía callar a su antojo, pero ahora ambas estaban vinculas al cien, como una sola.
Inspiró profundo, cerró los ojos… y se dejó ir.
La transformación llegó más rápido esa vez. Los huesos crujieron, la piel se rasgó, y el aire vibró con el poder de una loba blanca que eme