En el balcón del ala norte, Aleckey se mantenía de pie, las manos apoyadas en la baranda fría, con su ojo fijo en el bosque que se extendía más allá. El silencio a su alrededor era casi absoluto, salvo por los pasos tranquilos de Andras que se aproximaban desde el corredor.—¿No duermes? —preguntó el guerrero, cruzando los brazos mientras se detenía junto a él.—Tampoco tú —respondió Aleckey sin mirarlo.Ambos quedaron en silencio unos segundos, compartiendo el peso de una calma tensa. El aire olía a resina y tierra húmeda.—Calia se ha ganado a la manada —dijo Andras al cabo de un rato—. Los betas la respetan. Los jóvenes la admiran e incluso los ancianos han dejado de mirarla con recelo, y se inclinan al verla.—Lo sé —respondió Aleckey, sin desviar la mirada del bosque.—¿Y tú?El rey apretó la mandíbula. Un músculo le latía en la sien.—No es tan sencillo para mí.Andras asintió, paciente.—La viste transformarse. Sobrevivir. Proteger a tu hijo. Matar a Astrid. ¿Qué más necesitas?
El amanecer llegó suave, como un susurro entre las cortinas. Cuando Calia abrió los ojos, el primer sonido que escuchó fue el arrullo suave de su hijo, Zadkiel, de un mes apenas, estaba entre ambos, dormido aún, con los puñitos cerrados sobre el pecho.Aleckey no se había movido.Estaba tendido junto a ella, con una mano sobre el pequeño, vigilante incluso en su descanso, Calia se permitió observarlo sin interrupciones. Los rasgos fuertes del rey alfa estaban más relajados ahora, como si el simple acto de estar junto a ellos desarmara algo en su interior.—Buenos días —murmuró ella, acariciando la cabellera roja del bebé.—Buenos días —respondió él, sin abrir el ojo.Zadkiel emitió un ruidito suave y se estiró entre ambos, haciendo que sus padres se acercaran un poco más. Calia soltó una risita baja.—Está creciendo tan rápido…—Es fuerte —dijo Aleckey—. Tiene tu espíritu… y tu testarudez.—Y tu ceño fruncido cuando duerme —añadió ella.Se miraron.El instante se llenó de ternura. De
Dos meses después…—Seremos cincuenta —declaró finalmente, su voz profunda cortando el silencio como un hachazo—. Ni uno más, ni uno menos. Lo suficiente para ser una sombra y un aguijón al mismo tiempo.Un mapa extendido sobre la mesa de roble ocupaba el centro de la habitación, con piezas de obsidiana marcando posiciones estratégicas. Aleckey, de pie con los brazos cruzados, estudiaba cada rincón del papel con la mirada fija de un depredador.A su lado, Andras asentía con gravedad. Vestido con cuero oscuro, llevaba el cabello recogido en una trenza apretada y dagas enfundadas a la cintura.—Conozco el terreno, Cohen ha reforzado el flanco norte, pero el sur está expuesto. Los edificios que bordean el río no tienen defensa suficiente. Podemos entrar por allí antes del amanecer.—¿Crees que sus hombres resistirán? —preguntó Alastair, inclinado sobre el mapa con una ceja alzada. La cicatriz que cruzaba su ceja izquierda brillaba bajo la luz de las antorchas.—No resistirán —afirmó Alec
Al amanecer, cuando el cielo aún era una mancha naranja, con la promesa del inicio de un nuevo día, los cincuenta hombres se reunieron al borde del bosque. El aire era denso, cargado de la humedad de la bruma, que se arrastraba entre las raíces como una criatura viva. La tierra olía a musgo, a corteza mojada, con una tensión que se respiraba en cada pecho, que hacía vibrar cada músculo de los lobos allí presente.Aleckey lideraba la marcha. Alto, imponente, vestido con pieles oscuras y la mirada tan firme como el acero que colgaba de su cintura. A su espalda, Andras y Alastair caminaban con paso resuelto. El primero, silencioso como un lobo al acecho; el segundo, con la trenza sobre la espalda ondeando al ritmo del viento, y esa cicatriz sobre la ceja que parecía brillar.Nadie habló. No hacía falta. Los lobos se movían como una sola unidad, sincronizados por la formación que adoptaron desde jóvenes. Cada uno sabía por qué estaban allí. Cada uno conocía los nombres de los caídos, los
Cuando Aleckey cruzó la puerta de la habitación, Calia dormía profundamente. El cabello revuelto se esparcía sobre la almohada como un velo blanco, y a su lado, el pequeño Zadkiel descansaba envuelto en una manta cálida, con los labios entreabiertos y la respiración tranquila.Aleckey cruzó la habitación sin hacer ruido. Se detuvo frente a la cama y observó a los dos seres que daban sentido a cada una de sus mañanan. Luego, con una ternura que contrastaba con la fiereza que había cargado durante la noche, se inclinó y tomó con cuidado al niño entre sus brazos, Zadkiel gimió levemente en sueños, pero no despertó, Aleckey lo depositó en su cuna, arropándolo con delicadeza y asegurándose de que estuviera cómodo antes de volver a alzarse.Se despojó de la ropa sin prisa. Cada prenda caída al suelo marcaba el cierre de un ciclo, la descarga del peso de su día. Cuando finalmente quedó desnudo, subió a la cama y se acomodó detrás de Calia, rodeándola con sus brazos y pegando su cuerpo al de
—¡Esta noche no fallaremos! —rugió Alfa Aleckey, su voz resonando como un trueno en la oscuridad del bosque. Sus ojos dorados brillaban con una ferocidad que helaba la sangre—. No volveremos con las manos vacías.—¡Sí, mi alfa! —respondieron los lobos a su alrededor, sus aullidos rompiendo el silencio de la noche. Solo un instante, las sombras de sus cuerpos se movían en sincronía, una danza letal de depredadores al acecho.A la cabeza de la manada, un lobo de pelaje rojizo lideraba la cacería. Su cuerpo era imponente, músculos poderosos se flexionaban bajo su grueso pelaje mientras se deslizaba con una velocidad imposible entre los árboles. Era Aleckey Strong, el rey alfa, el lobo más poderoso del reino. Los acompañantes de Aleckey, guerreros leales, lo seguían con disciplina. Sus cuerpos se movían en sincronía, una danza de sombras y fuerza que hacía temblar a cualquier criatura del bosque. La sangre de la cacería hervía en sus venas, pero esta noche no buscaban carne. No, es
Calia despertó con el cuerpo entumecido, un dolor punzante en el cuello y un calor sofocante envolviéndola. Parpadeó varias veces hasta que su visión borrosa comenzó a aclararse. Estaba tumbada sobre algo blando y cálido, cubierta por gruesas pieles de oso que desprendían un fuerte aroma a bosque y sangre. Su respiración se aceleró al recordar lo último que había sucedido.El ataque.El hombre de cabello rojo.Los colmillos hundiéndose en su piel.La marca ardiente que ahora latía en su cuello como una herida fresca.Calia se incorporó de golpe, soltando un quejido cuando el dolor la atravesó como un cuchillo. Se llevó una mano temblorosa a la zona afectada y sintió la carne sensible, el leve relieve de los colmillos grabados en su piel. Su corazón martilló con más fuerza contra su pecho.—No… no… —susurró, mirando a su alrededor.El campamento era rudimentario: una fogata central crepitaba, desprendiendo un aroma a leña y carne asada, y varias pieles estaban dispuestas en el suelo. A
El trayecto fue largo y agotador. La velocidad de los lobos era sobrehumana, saltando entre árboles y cruzando arroyos sin esfuerzo alguno. Calia sintió que el aire helado cortaba su piel mientras las sombras del bosque parecían alargarse a su alrededor. Nunca en su vida había estado tan lejos del convento y la incertidumbre comenzaba a devorarla por dentro.Después de varias horas de viaje, la manada se detuvo en un claro donde la luz del sol se filtraba entre los árboles. Aleckey se inclinó levemente para que ella pudiera bajar, pero Calia se quedó inmóvil. No confiaba en él ni en los otros lobos que la rodeaban.—Baja, monjita —ordenó Aleckey en su forma de lobo, su voz resonando en su mente como un vil demonio.—¡No soy tuya, demonio impío! —respondió ella con furia.En un movimiento rápido, Aleckey volvió a su forma humana, sus manos firmes sosteniéndola por la cintura. Sus cuerpos quedaron peligrosamente cerca. Calia sintió el calor que irradiaba su piel desnuda y su corazón se