Calia abrió los ojos con lentitud, como si su cuerpo todavía no estuviera listo para regresar al mundo. Todo parecía irreal, como si caminara entre los restos de un sueño violento. La seda de las sábanas acariciaba su piel desnuda y ardida, cubierta por un leve temblor que no podía controlar. Intentó moverse, pero una punzada intensa recorrió su columna, seguida de una oleada de calor que le estremeció los músculos.
—Ah… —murmuró, llevando una mano a su frente húmeda—. ¿Qué…?
—Tranquila —la voz profunda y grave de Aleckey resonó a su lado, serena, controlada, como una fuerza que se mantenía en pie incluso en la tormenta.
Ella giró la cabeza con esfuerzo y lo vio allí, sentado en una silla junto a la cama, con los codos apoyados en las rodillas y su ojo fijo en ella. Su rostro estaba marcado por el cansancio, pero también por un dejo de orgullo contenido. Su pupila, oscura y afilada, parecía estudiar cada movimiento suyo como si fuera la primera vez que la viera.
—¿Dónde estoy…? —susur