Capítulo 17. La familia Valentini
No recuerdo cómo llegué a casa.
Solo sé que, cuando cerré la puerta detrás de mí, el silencio fue tan abrumador que por un instante creí escuchar todavía su respiración mezclada con la mía.
El beso seguía ahí. No en los labios, sino en las manos, en el pecho, en ese hueco entre el deseo y la culpa que no se llena con nada.
Me serví la cerveza que había dejado abierta, estaba tibia, amarga. La bebí igual.
Quería borrar el sabor de su boca y, al mismo tiempo, no olvidarlo nunca.
Intenté convencerme de que no había pasado nada.
De que fue un impulso, un error de esos que uno comete porque es humano, porque la noche, el cansancio o la nostalgia lo empujan a cruzar la línea equivocada.
Pero no podía mentirme: sí había pasado algo.
Y ese algo tenía nombre, perfume, voz, y la costumbre de mirarme como si pudiera leerme entera el alma.
Dormí poco, otra vez.
Y al amanecer, cuando el primer rayo de luz se filtró por la ventana, lo supe: no podía enfrentarla. No todavía.
Así que llegué al estudi