Início / Romance / Mi exesposo me persigue tras el divorcio. / Bienvenida a casa, heredera Hartley.
Bienvenida a casa, heredera Hartley.

Emma Hartley nunca pensó que volvería a cruzar esas rejas.

Honestamente, si alguien le hubiera dicho hace un año que regresaría a la Villa Hartley con el corazón partido, el maquillaje corrido y la dignidad en terapia intensiva, se habría reído en su cara.

Pero allí estaba, en el asiento trasero de un taxi, respirando como si el aire de su infancia pudiera sofocarla.

El auto avanzó lentamente, como si quisiera darle tiempo para arrepentirse.

Maldita sea, ojalá pudiera.

La Villa Hartley seguía siendo igual de intimidante que siempre, con fuentes resplandecientes, jardines tan perfectos que daban ganas de pedirles disculpas por pisarlos y una arquitectura francesa que gritaba “aquí vive gente importante”.

Y lo peor es que Emma formaba parte de esa gente. O al menos lo había hecho… antes de tirar todo por amor.

Qué divertida la vida.

Divertidísima.

Cuando el auto se detuvo frente a la entrada, Emma respiró hondo.

No estaba lista. Ni mental, ni emocional, ni espiritualmente lista para volver después de renunciar a su apellido, a su fortuna y a todo lo que implicaba ser una Hartley, por un hombre que terminó pisoteándola como si fuera un accesorio barato.

La puerta del auto se abrió, y Emma bajó con la misma elegancia torpe de alguien que quiere parecer fuerte pero que por dentro está sosteniéndose con cinta adhesiva emocional.

Pero lo más inesperado ocurrió apenas bajó del auto.

Los guardias estaban formados en fila, impecables, como si estuvieran recibiendo a un miembro de la realeza.

El jefe de seguridad dio un paso adelante, con esa postura de “nada me sorprende” que solo tienen los hombres que han sobrevivido guerras, incendios y cenas familiares incómodas.

—Bienvenida a casa, heredera Hartley.

Emma sintió un latigazo en el pecho.

Heredera.

Ella.

Después de todo lo que pasó… todavía la llamaban así.

Los demás guardias repitieron el saludo, sincronizados, como si su regreso fuera un acontecimiento esperado. O necesario.

Emma no sabía si llorar, reír o pedir que le abrieran un portal para desaparecer discretamente.

Pero no tuvo tiempo de procesar nada porque una voz la atravesó.

—¡Emma!

Su madre salió corriendo por las escaleras de mármol, con los ojos anegados y el cabello un poco revuelto, como si hubiera estado esperando junto a la ventana desde que colgó la llamada.

Su madre la abrazó con un fervor que casi le saca el aire, pero Emma no se quejó. Ese abrazo… ese abrazo era lo más parecido a volver a respirar después de meses sosteniéndose a medias.

—Mi niña… mi amor, por fin estás aquí. Estás a salvo.

Emma cerró los ojos y apoyó la frente en su hombro. “A salvo”. Qué palabra tan grande, tan pesada, tan necesaria.

Y qué triste era darse cuenta de que no se había sentido así en tanto tiempo.

—Estoy aquí, mamá…

Margaret acarició su mejilla con una ternura que Emma no recordaba desde antes de casarse.

—Llévense su maleta a la habitación del ala este. Y que preparen su baño. Asegúrense de que todo esté como a ella le gusta —ordenó su madre a dos empleados que ya estaban esperando.

Emma parpadeó.

Ese recibimiento…

Ese cuidado…

Ese respeto…

Después de tantos años…

No era lo que recibía en la Villa Blackwood. Ahí, todo lo que hacía parecía un estorbo. Aquí, todos la trataban como si fuera… importante.

Su madre tomó su brazo con delicadeza.

Emma tragó duro mientras caminaban hacia la entrada. La enorme puerta de madera tallada se abrió a su paso, revelando la sala principal, tan grande y elegante como la recordaba.

Y ahí, en el centro, con las manos en los bolsillos y expresión pétrea…

Estaba su padre.

Peter Hartley había envejecido un poco, pero seguía siendo el hombre imponente que había dirigido la empresa familiar durante décadas.

El hombre que la hizo elegir entre su apellido o su esposo, porque ya había vivido suficientes guerras con los Blackwood para saber cómo terminaban esas historias.

Y ella, enamorada hasta la estupidez, había elegido a Damián.

Cuando sus miradas se cruzaron, Emma sintió que el estómago se le iba directo al suelo.

Su padre no sonrió, no avanzó, ni abrió los brazos.

Solo la observó con un vaso de whisky en su mano, como si pudiera ver a través de ella, como si supiera cada una de las lágrimas que no había dejado caer.

—Así que volviste —dijo al fin, con esa voz que siempre retumbaba como sentencia.

—Sí. Necesitaba volver.

Hubo un silencio que pesó como un juicio familiar de proporciones épicas, y sintió a su madre apretar su brazo, como si quisiera amortiguar el impacto.

Peter Hartley alzó una ceja con un gesto mínimamente irónico.

—¿Se acabó el experimento de vivir como una Blackwood?

“Ay, Dios. Aquí vamos.”

—No vine a discutir, papá.

—No estoy discutiendo. Solo quiero saber qué te hizo volver.

Las palabras se clavaron justo donde dolía y Emma bajó la mirada un segundo y pensó en Lydia, en el beso, en la indiferencia de Damián, en como él no la defendió ni un poco, y en el “vete”.

Cuando alzó la mirada, tenía los ojos brillosos, pero no temblaba.

—Ese matrimonio terminó. Me voy a divorciar.

El silencio que siguió fue absoluto.

Su madre llevó una mano al pecho y su padre… por primera vez… aflojó un poco la dureza.

—Ya era hora. Ese hombre nunca fue digno de ti.

Antes de que pudiera responder, su madre dio un paso adelante, interponiéndose entre ambos como un escudo.

—Peter, por favor. Déjala respirar. Mírala… está agotada.

“Agotada, rota, traicionada, embarazada… pero sí, agotada está perfecto.”

—Está bien.

Margaret, sintiendo la tensión, le pasó un brazo por los hombros a su hija.

—Dame tu bolso, cariño. Déjame ponerlo con tus cosas.

Su madre lo dejó en el mueble del vestíbulo donde siempre colocaban bolsos, abrigos o guantes, pero un sobre blanco con el logo discreto de un laboratorio clínico llamó su atención.

Margaret lo tomó con naturalidad… pero cuando leyó el encabezado, sus ojos se agrandaron.

La palabra POSITIVO sobresalió como un grito.

Se quedó quieta, muy quieta.

Miró a Emma directo a los ojos, como si su mente hubiera unido todas las piezas al instante.

—Emma… Hija… ¿estás…?

Emma sintió cómo el alma se le iba a los pies y la adrenalina le recorrió el cuerpo entero.

No estaba preparada, no esperaba que se enteraran tan rápido.

Pero tampoco pensaba esconderlo.

—Sí, mamá… estoy embarazada.

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