Mundo ficciónIniciar sesiónEmma permaneció unos segundos dentro del coche con la frente apoyada en el volante, respirando como si recién hubiera salido de una pelea que no pidió.
Había llorado hasta quedarse seca.
Cuando por fin pudo mover la mano, buscó el teléfono y marcó a la única persona que podía sostenerla sin preguntas.
Mara contestó antes del segundo timbre.
—¿Em? ¿Todo bien? Pensé que me mandarías mensaje, estaba preocupadísima. ¿Cómo salió todo?
Emma cerró los ojos. Su amiga siempre sonaba como un abrazo.
—Mal, Mara… Fue peor de lo que imaginé.
—¿Qué pasó?
Emma tragó, como si tuviera vidrios en la garganta.
— Encontré a Damián con Lydia. Juntos. Besándose. Ella me dijo de todo. Él no… él no me defendió.
Mara guardó silencio unos segundos, los suficientes para que Emma escuchara cómo apretaba los dientes al otro lado de la línea.
— Ese malnacido… Dime que estás fuera de ese edificio.
—Sí. Estoy en el auto.
—Perfecto. Escúchame bien, cariño. No quiero que pases ni un minuto más respirando aire Blackwood. Nos vemos en la villa Black, ¿sí? Toma tus cosas, lo esencial. Llego en cuanto pueda. Y Em… te lo juro, no estás sola. Ni un segundo.
Emma asintió, aunque Mara no pudiera verla y bajó la mirada a su vientre. “No estoy sola”, repitió en su cabeza.
—Voy para allá.
Colgó y permaneció inmóvil unos segundos, observando el edificio a lo lejos, como si aún esperara verlo aparecer. Pero no lo haría.
Cuando llegó a la villa Black, los guardias la saludaron con la cortesía de siempre, sin notar que en apenas unas horas ese lugar dejaría de ser suyo.
El portón de su casa estaba abierto, como siempre, porque la gente entraba ahí como si fuera un centro comercial y Damián nunca les decía nada.
Y ahí, como un adorno costoso… estaba Bianca.
La hermana menor de Damián, apoyada frente al espejo del vestíbulo, sosteniendo una copa de vino y probándose joyas de la nueva colección como si fuera la dueña legítima de todo.
—Oh, mira quién volvió. ¿Tu esposo te dejó tirada otra vez o vienes a limpiar? Porque la cocina está hecha un desastre.
Emma respiró hondo.
La familia Blackwood siempre había sido así con ella.
Victoria Blackwood nunca la había aceptado como nuera.
Desde el primer día la llamó, con esa sutileza venenosa suya, “tu novia… humilde”. Y cuando Damián no estaba cerca, la máscara se caía por completo.
La mamá de Damián la acusaba de cazafortunas sin siquiera ocultarlo, insinuando que Emma había “olido la oportunidad” y se había casado demasiado arriba para su nivel.
Bianca era exactamente igual, pero sin delicadeza. Una copia joven, insolente y cómoda en su papel de princesa heredera.
Para ellas, Emma no era la señora Blackwood.
Y como si fuera poco, ambas la trataban como si fuera parte del personal de servicio.
—No tengo tiempo para ti, Bianca —murmuró Emma, caminando hacia las escaleras.
—Uy, qué carácter. ¿Qué pasó? ¿Finalmente entendiste que no perteneces aquí?
Emma la ignoró y siguió su camino hacia su habitación dejandola con la palabra en la boca.
En su habitación, el silencio la golpeó más fuerte que cualquier palabra.
Ese cuarto lo había decorado con amor, las cortinas que él dijo que le gustaban, la manta que eligieron juntos, las fotos… todas sonreían como si fueran dos desconocidos que pretendían ser felices.
Sacudió la cabeza esfumando los pensamientos y tomó su teléfono. Dudó unos segundos, hasta que respiró hondo y marcó otro número que no usaba hacía mucho.
—¿Emma?
—Mamá…
—Hija, mi cielo. ¿Por qué me llamas con esa voz? ¿Qué ocurrió?
—Mamá… ¿puedo… puedo volver a casa?
Hubo un silencio breve, luego la voz de su madre se suavizó aún más.
—Por supuesto que puedes volver. Esta es tu casa, siempre lo ha sido. Y tu padre… yo me encargo de él. No te preocupes por nada. Vuelve, Emma. Te quiero aquí.
Ese “te quiero aquí” se sintió como un salvavidas.
—¿De verdad? —preguntó Emma con la voz rota, como una niña que teme no ser perdonada.
—Por supuesto, cariño. Tu padre estará feliz de verte.
—Gracias, mamá… Te explicaré todo al llegar.
—Te esperamos, hija. Empaca solo lo necesario. No pierdas tiempo. Y cuídate, ¿sí?
Terminó la llamada con un temblor nuevo, esta vez no era tristeza, era alivio.
Abrió el clóset y sacó una maleta mediana, lo suficientemente grande para contener una nueva vida.
Empacó solo lo esencial, sus documentos, algunas prendas cómodas, las joyas que sus padres le habían regalado, y el sobre donde estaba su prueba de embarazo, guardado con delicadeza como si fuera la cosa más valiosa del mundo.
Sobre la cama dejó las llaves del auto y las tarjetas Blackwood que Damián le había dado el día de su boda.
Tarjetas que nunca usó porque nunca las necesitó y tampoco quiso deberle nada.
Ella no se llevaba nada de él.
Nada.
Excepto su hijo.
Miró el lugar una última vez. Todo lo que había en esa habitación —la cama, las fotos, el perfume de él— eran solo recordatorios de un amor que ya no existía.
—Hoy dejo de ser la señora Blackwood.
Cuando bajó las escaleras con la maleta, Bianca abrió los ojos como si viera un fantasma.
—¿Qué haces con esa maleta?
—Irme. Lo que siempre quisieron, ¿no?
—¿Y quién va a ocuparse de la casa? ¿Quién va a preparar la cena? Mi mamá llega hoy, ¿sabes? ¿Qué se supone que le diga? ¿Que te largaste sin avisar?
—Dile lo que quieras... O mejor dile que deje de ser una inservible... y lo mismo va para ti, querida cuñada.
Bianca dio un paso adelante indignada.
—¡Mi mamá solo te decía la verdad! Nunca fuiste suficiente para un Blackwood. Era obvio que esto iba a terminar así. No sé de qué te sorprendes.
—Por suerte, no necesito que me consideren suficiente.
Pasó a su lado sin detenerse y salió de la villa con la dignidad que nadie le había reconocido ahí dentro.
Afuera, Mara ya estaba apoyada en su auto, con el ceño fruncido y los ojos brillosos de rabia.
Cuando Emma la vio, sintió que por fin podía soltar el alma.
Mara abrió los brazos sin decir nada y Emma se hundió en su abrazo, pero esta vez no lloró, solo respiró.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor de lo que pensé.
Mara sonrió, como si viera a otra mujer frente a ella.
Emma tomó la maleta, pero Mara se adelantó y la cargó sin dejarla protestar.
—Yo lo hago. Ya cargaste suficiente tú sola.
Mara guardó la maleta y cerró la cajuela, mientras Emma se acomodó en el asiento de copiloto, dejando que su cuerpo por fin descansara.
—¿A dónde te llevo? —preguntó Mara al llegar al volante.
—Al aeropuerto.
Respondió Emma sin mirarla, deslizando la pantalla de su teléfono hasta que encontró el contacto de su abogado para que se encargara de preparar los papeles del divorcio.
—¿Aeropuerto?
—Sí. Ya no tengo nada que hacer en este país.
Mara no preguntó más.
Encendió el auto, y mientras se alejaban de la Villa Blackwood, Emma apoyó una mano en su vientre y miró por la ventana, observando cómo la villa se hacía pequeña a medida que se alejaban.
Adiós, Damián Blackwood.







